Hace muchos años, en una ciudad de Castilla, vivía una mujer llamada Ana López. Su marido, Javier Mendoza, era un hombre de negocios orgulloso y vanidoso, siempre atento a las apariencias. Una tarde, mientras ella servía la cena, él arrojó el plato al cubo de la basura con desprecio.
—Tus albóndigas ni siquiera las querría un perro— dijo, señalando a su mastín, que apartó el hocico del trozo de carne ofrecido.
Javier se secó las manos en el paño de cocina que Ana había comprado para combinar con los muebles nuevos. Siempre obsesionado con los detalles, pero solo cuando afectaban a su imagen.
—Ana, te lo pedí claramente. Nada de comida casera cuando espero a mis socios. No es apropiado. Huele a… pobreza— pronunció esa palabra con tal asco, como si dejara un regusto podrido en la boca.
Ana lo miró: su camisa impecablemente planchada, el reloj caro que nunca se quitaba, ni siquiera en casa. Y por primera vez en años, no sintió ni ofensa ni ganas de disculparse. Solo frío. Un frío cortante, como cristal.
—Llegarán en una hora— continuó él, ignorando su expresión—. Pide unos chuletones del «Gran Duque». Y la ensalada, la de mariscos. Y arregla algo ese aspecto. Ponte el vestido azul.
La miró de arriba abajo con desdén.
—Y recógeme el pelo. Ese peinado te hace parecer barata.
Ana asintió en silencio, un gesto mecánico. Mientras él daba órdenes por teléfono, ella recogió los pedazos del plato roto. Cada fragmento era afilado como sus palabras. No discutió. ¿De qué servía?
Todas sus intentos por «ser mejor para él» terminaban igual: con humillación. Sus cursos de sumiller los ridiculizó como un «pasatiempo de ama de casa aburrida». Sus esfuerzos por decorar la casa eran «cursilería». Y su comida, hecha con esfuerzo y esperanza, acababa en la basura.
—Sí, y trae buen vino— decía Javier al teléfono—. No ese que probó Ana en sus clases. Algo decente.
Ana se levantó, tiró los restos y se miró en el reflejo negro del horno. Una mujer cansada, con la mirada apagada. Alguien que había intentado demasiado tiempo ser un mueble más en su vida.
Fue al dormitorio. Pero no por el vestido azul. Abrió el armario y sacó una maleta.
Él llamó dos horas después, cuando ya se instalaba en una humilde pensión en las afueras de Toledo. No fue a casa de amigas para que no la encontrara.
—¿Dónde estás?— su voz era tranquila, pero con una amenaza oculta, como un cirujano examinando un tumor antes de extirparlo—. Los invitados han llegado, y la anfitriona no aparece. Qué vergüenza.
—No voy a volver, Javier.
—¿Qué significa eso? ¿Estás enfadada por las albóndigas? Ana, no seas infantil. Vuelve.
No pedía. Ordenaba. Seguro de que su palabra era ley.
—Voy a pedir el divorcio.
Silencio al otro lado. Se oía música de fondo y el tintineo de copas. Su velada continuaba.
—Entendido— dijo al fin, con una risa helada—. Quieres demostrar carácter. Bien. Juega a ser independiente. Veremos cuánto aguantas. ¿Tres días?
Colgó. No lo creía. Para él, Ana era un objeto que temporalmente fallaba.
La reunión fue una semana después, en su despacho. Él presidía la mesa larga, flanqueado por un abogado pulcro, de sonrisa falsa. Ana fue sola. A propósito.
—¿Ya has terminado tu rabieta?— Javier sonrió con superioridad—. Estoy dispuesto a perdonarte. Si te disculpas, claro.
Ana puso sobre la mesa la demanda de divorcio.
Su sonrisa se esfumó. Asintió al abogado.
—Mi cliente— comenzó este con voz meliflua— está dispuesto a ser generoso. Considerando su… inestabilidad emocional y falta de ingresos.
Deslizó una carpeta hacia ella.
—Javier le deja su coche. Y acepta una pensión por seis meses. Una suma más que generosa, créame. Suficiente para alquilar algo modesto y buscar trabajo.
Ana abrió la carpeta. La cantidad era insultante. Ni migajas de su mesa, sino el polvo bajo ella.
—El piso, claro, queda en poder de Javier— continuó el abogado—. Fue comprado antes del matrimonio.
El negocio también era suyo. No había bienes gananciales. «Usted no trabajaba».
—Llevaba la casa— dijo Ana con firmeza—. Creaba un hogar al que él volvía. Organicé sus cenas, que le ayudaron a cerrar tratos.
Javier soltó una risa seca.
—¿Hogar? ¿Cenas? Ana, no me hagas reír. Cualquier criada lo haría mejor. Y más barato. Fuiste un… accesorio bonito. Que, por cierto, últimamente ha perdido lustre.
Quería herirla. Y lo consiguió. Pero el efecto no fue el esperado. En lugar de lágrimas, surgió la ira.
—No firmaré esto— apartó la carpeta.
—No lo entiendes— intervino Javier, inclinándose—. Esto no es una oferta.
Era un ultimátum. O lo aceptaba y se iba en silencio, o no recibiría nada. «Tengo los mejores abogados. Probaremos que viviste a mi costa. Como una parásita».
Saboreó la palabra.
—Sin mí, no eres nada. Ni siquiera sabes freír unas albóndigas. ¿Qué puedes hacer contra mí en un juicio?
Ana lo miró. Por primera vez en años, no como esposa, sino como una extraña.
Y no vio a un hombre fuerte, sino a un niño asustado, enamorado de sí mismo, aterrorizado de perder el control.
—Nos veremos en el juzgado, Javier. Y no iré sola.
Se levantó y salió, sintiendo su mirada ardiente, llena de odio, en la espalda.
La puerta se cerró, cortando el pasado. Sabía que no se rendiría. Intentaría destruirla. Pero por primera vez, estaba preparada.
El juicio fue rápido y humillante. Los abogados de Javier la pintaron como una mantenida caprichosa, que tras una discusión por «una cena mala» quiso vengarse.
Su abogada, una mujer serena y experimentada, no discutió. Presentó pruebas: recibos, facturas, justificantes.
Los mismos recibos de la comida para sus «cenas poco refinadas», las facturas de la lavandería para sus trajes antes de reuniones importantes. Los billetes de eventos donde él cultivaba contactos, pagados por ella.
No era para demostrar su aporte al negocio, sino algo más simple: no había sido una mantenida. Había sido una empleada no remunerada.
El fallo fue algo mejor que su oferta inicial, pero menos de lo merecido. Pero lo importante no era el dinero.
Lo importante: no se dejó humillar.
Los primeros meses fueron duros. Alquiló un pequeño estudio en un edificio viejo. El dinero justo. Pero dormía sin miedo a despertarse con un insulto.
La idea llegó una noche, cocinando. Recordó sus palabras: «Huele a pobreza». Y pensó: ¿y si la pobreza pudiera oler a lujo?
Comenzó a experimentar. Tomaba ingredientes sencillos y los transformaba. Esas mismas albóndigas las reinventó con tres carnes y una salsa de frutos del bosque. Creó recetas de alta cocina, accesibles en veinte minutos.
Era comida de restaurante, en formato casero. Para quienes no tenían tiempo, pero sí paladar.
Llamó al proyecto «La Cena de Ana