Desde lo más profundo del alma

Desde lo más profundo del alma

Tumbada en ese estado entre el sueño y la vigilia, Verónica disfrutaba de la calma de la cama sin abrir los ojos del todo. Pensaba:

—Qué bien, hoy es fin de semana. Puedo descansar y hacer lo que me apetezca. No hay prisa, no tengo que escuchar las quejas de pacientes en la consulta, algunos ni siquiera están enfermos de verdad.

Al mirar el reloj, se dio cuenta de que había dormido mucho, pero aún no le apetecía levantarse. Sin embargo, el móvil vibró con un mensaje. Era de Marcos: «¿Te vienes de pesca? Hoy no trabajas, salimos en una hora. ¡Vamos, te lo pido por favor!»

Verónica sonrió al leerlo, imaginando a Marcos con su caña de pescar. Lo recordaba de sus tiempos en el instituto, cuando en verano pasaban horas juntos junto al río. Él siempre llevaba las cañas, y hasta pescaba algún que otro pez que luego cocinaban en una hoguera. Bueno, él lo cocinaba, porque ella no tenía ni idea. Pero jamás había probado una sopa de pescado tan deliciosa. O al menos, eso le parecía entonces.

En aquella época, eran novios. Nunca imaginaron que la vida los separaría. Ana, una compañera de clase, siempre se interponía, pero Marcos la esquivaba con habilidad.

—Ana, sigue caminando, no estás en mi onda —le decía cuando ella insistía en quedar después de clase.

—Bueno, ya veremos quién sí está en tu onda —contestaba Ana sin ofenderse, lanzando una mirada pícara hacia Verónica.

Ella solo sonreía, segura de que Marcos solo tenía ojos para ella.

Tras el instituto, Verónica se marchó a estudiar Medicina en la capital, su sueño desde pequeña. Marcos se quedó en el pueblo, en una escuela técnica. No era buen estudiante y sabía que la universidad no era para él. Aun así, mantuvieron el contacto. Ella volvía en vacaciones, pero el viaje era largo —ocho horas—, así que solo podía visitarlo en verano.

—Ver, no me olvides allí en la ciudad —le decía él—. Te echo de menos.

—¿De qué hablas, Marcos? Solo pienso en ti. También te echo de menos. Ojalá pudiera venir más seguido.

En verano, eran inseparables. Pasaban los días juntos, desde la mañana hasta la noche. Iban al río, se reían con fotos en el móvil, se bañaban con amigos. Era una época dorada.

El cumpleaños de Marcos era en septiembre, y eso siempre la entristecía:

—Marcos, ya ni siquiera podemos celebrar tu cumple juntos —le decía por teléfono, enviándole postales bonitas.

Una vez, él lo festejó en un bar con amigos, y apareció Ana con una amiga. Ana no había seguido estudiando; trabajaba en un puesto del mercado vendiendo fruta.

—¡Hala, los compañeros! ¿Sin chicas? Eso no vale —dijo Ana, sonriendo.

—Pues acercaos —contestó Marcos, solo por educación.

La velada se alargó hasta que cerraron el local. Al salir, Ana despistó a su amiga y se colgó del brazo de Marcos.

—No me dejarás sola por la calle, ¿verdad? —dijo, apretándose contra él.

—¿Y tu amiga?

—Se fue con otro.

No supo cómo, pero acabó en el porche de Ana. Ella sacó una botella de vino y dos vasos, como si lo tuviera planeado.

—Otro brindis por tu cumple —dijo, sirviendo. Bebieron una copa. Luego otra.

Marcos no notó cuándo se emborrachó, pero Ana sí lo notó. Tenía experiencia en esas cosas, después de todo, el dueño de la tienda donde trabajaba siempre le ofrecía alcohol…

Marcos despertó al amanecer, con Ana dormida a su lado en el sofá. Se le revolvió el estómago.

—Verónica se enterará. Ana no callará esto.

Se vistió a toda prisa y salió corriendo. Ana lo vio huir y sonrió.

—Huye todo lo que quieras, pero ahora no te librarás de mí.

Marcos evitaba a Ana, pero ella siempre lo encontraba. Una vez apareció en su casa. Su madre abrió la puerta.

—¿Ana? ¿Qué haces aquí? Marcos está en clase.

—Vengo porque estoy embarazada de él. Me esquiva, necesito hablar.

Su madre, una mujer educada —era profesora—, se quedó pálida.

—No puede ser…

—Pues lo es. Y mira, ahí viene.

La conversación fue dura. Marcos lo admitió todo, y su madre insistió:

—Debes casarte con ella, hijo. Hay que asumir las consecuencias.

No tuvo escapatoria. Se casó con Ana, aunque su madre lloró por él.

Verónica se enteró por una antigua compañera, Lara. Al principio no lo creyó, pero luego su propia madre se lo confirmó.

—Entonces Marcos ya no existe para mí —lloró en su residencia universitaria.

—Verónica, estas cosas pasan, además estabais lejos —intentaban consolarla.

Le costó superarlo, pero en cuarto curso, Antonio empezó a cortejarla. Era insistente, y al final, en quinto, le pidió matrimonio. Ella aceptó.

Antonio venía de una familia adinerada. Su padre era director de una gran empresa, y él tenía un puesto asegurado en un hospital. La boda fue lujosa, pero desde el primer día, Verónica supo que había cometido un error.

A los meses, descubrió que Antonio le era infiel con una enfermera. Él no lo admitió, hasta que un día los pilló en su consulta.

—Me divorcio. No quiero esta basura.

—Pues vete del hospital. Y vete de la ciudad. Vuelve a tu pueblo —le espetó él.

—No es un pueblo, es una ciudad, más pequeña, pero ciudad. Y sí, me iré.

Se divorció y regresó con sus padres.

—Nada de lamentaciones. Me divorcio de Antonio y me quedo aquí —les anunció.

Su madre refunfuñó, pero su padre la apoyó:

—Mejor, así estamos juntos.

Verónica empezó a trabajar como médica en el ambulatorio local. La vida era tranquila… hasta que se encontró con Marcos.

No sabía si fue casualidad o él la esperaba, pero al salir del supermercado, allí estaba. Se le nubló la vista del susto. Sabía que se había divorciado de Ana —el niño no era suyo— y que se había ido del pueblo.

Hab

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