Un giro inesperado con el agua

Si no fuera por lo del agua

—Vale, aquí tienes mi número de teléfono, instálate cómodamente. Me voy corriendo porque mañana por la noche tengo un vuelo para mis vacaciones —dijo a toda prisa Irene Martínez, la dueña del piso que acababa de alquilar a Alba—. Si necesitas algo, llámame. Hasta luego.

—De acuerdo, hasta luego —respondió Alba, algo despistada, aún sosteniendo en la mano el contrato y el poder notarial para gestiones con la empresa de mantenimiento, por si acaso.

“Una dueña ágil y perspicaz, como deberían ser todas”, pensó Alba mientras cerraba la puerta.

Le encantaba ese piso de alquiler en un edificio nuevo, y la vista desde la ventana era espectacular: un bosque cercano y un pequeño arroyo que, incluso en invierno, nunca se congelaba. Nadie sabía por qué, y algunos bromeaban diciendo que el agua llevaba anticongelante.

Alba llevaba ya una semana y media viviendo allí. Llegaba del trabajo de noche, pues era invierno. Su vecina de enfrente, Carmen López, una anciana encantadora y amable, se presentó al tercer día.

—Buenas tardes —dijo con calma—. Soy Carmen, la vecina de enfrente. Mejor que nos conozcamos, ya que has alquilado aquí. Es bueno saber quiénes son tus vecinos y llevarse bien con ellos —como si se lo explicara a Alba o a sí misma.

—¡Hola, Carmen! Pase, por favor. Me llamo Alba, qué alegría que haya venido. Es verdad, vivo aquí y no conozco a nadie —respondió Alba con cordialidad—. ¿Quiere tomar un té? Aunque no tengo nada especial, solo una tableta de chocolate.

—Gracias, Alba, pero vine a invitarte a mi casa. Tengo un pastel de manzana recién horneado. Vamos. Y perdona que te tutee: eres joven, somos vecinas y, además, fui profesora de escuela. Con los alumnos siempre usaba el “tú” —sonrió con una sonrisa cálida.

“Debió de ser una profesora excelente”, pensó Alba mientras respondía:

—¡Ay, gracias, Carmen! Menudo detalle lo del pastel de manzana —se rio—. Eso sí que es un lujo.

Se quedó hablando con Carmen hasta tarde, pero no se arrepintió. La vecina era una conversadora fascinante, contando historias de la escuela, de sus alumnos, y confesando que echaba de menos la enseñanza, pero así es la vida: los años pasan.

Alba, de veintiocho años, no estaba casada. Hacía tres meses había terminado con su novio, un tipo demasiado blando e inútil que ni siquiera lavaba su propia taza. Peor aún con cosas serias, como arreglar algo en casa o cambiar una bombilla. Al final, discutieron por tonterías domésticas después de vivir juntos casi un año.

Aquella noche, Alba llegó tarde a casa después del té con Carmen. Al día siguiente tenía un informe en el trabajo y sabía que volvería tarde. Con esos pensamientos, se durmió. Efectivamente, pasó casi todo el día frente al ordenador, saliendo solo un momento para comer algo rápido.

Por fin llegó a casa y pudo relajarse.

“Gracias a Dios, el informe está listo —pensó—. En unos días son las vacaciones de Navidad. Por fin descansaré, iré a esquiar… Aunque tendré que convencer a Laura, que es una vaga y no le gusta el deporte”.

Cenó y se sentó en el sofá, absorta en el móvil. No supo cuánto tiempo pasó, pero de pronto sintió sed y fue a la cocina. Al dejar la taza en la mesa, un ruido extraño la sobresaltó. Se giró y vio el agua saliendo a borbotones del grifo, salpicando por todas partes.

“¡Dios mío, esto va a ser una inundación! ¿Qué hago?” Nunca había estado en una situación así.

Recordó que Irene le había enseñado dónde cerrar el agua. Corrió al baño e intentó cerrar la llave, pero no cedía. Quizá llevaba años sin usarse. El agua seguía saliendo. Tiró un trapo al suelo, pero era inútil. Lo que más le preocupaba eran los vecinos de abajo.

“¿Quién vivirá ahí? Les voy a empapar”.

Volvió a forzar la llave. Esta vez, cedió un poco, pero no del todo. El agua seguía saliendo, aunque más despacio. Buscó el contrato y llamó a Irene, pero no contestó. ¡Claro, estaba de viaje!

Llamó al administrador de la comunidad. Nadie respondió. Llamó a su madre, que se alarmó:

—Vamos para allá con Juan.

—Mamá, vivo a ciento cincuenta kilómetros. ¿Qué vais a hacer? Ni se te ocurra. Seguiré llamando a la comunidad.

Recogió el agua como pudo, pero seguía filtrándose. Salió del piso y llamó a la puerta de Carmen, que abrió en pijama pero enseguida entendió la gravedad y llamó al 112.

“¡Cómo no se me ocurrió a mí!”, pensó Alba.

Carmen hablaba rápido, casi intimidando al operador. Aceptaron la solicitud.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Alba, nerviosa.

—Ahora, tomamos un té diez minutos. Vendrán enseguida, ya está gestionado —respondió Carmen con calma, acostumbrada a manejar crisis desde sus años de docencia.

Mientras, sonó el teléfono de Carmen.

—Sí, Antonio, sí —asentía—. Ya llamó, pero nadie contesta en la comunidad. Por eso avisé al 112. Pero entiéndeme, el agua está a punto de llegar a los vecinos de abajo.

Diez minutos después, se oían pasos y voces en el rellano. Un hombre llamó a su puerta. Mientras Alba explicaba, entró en el piso de Carmen un hombre joven en chándal, medio dormido y de mal humor. La miró y se presentó:

—Antonio Ruiz, técnico de la comunidad.

Juntos volvieron al piso de Alba, donde ya trabajaban los bomberos.

—Voy al sótano a cortar el agua —dijo Antonio antes de salir.

Alba observaba a los hombres —eran cuatro— pisando charcos en el suelo. Eran las once de la noche, y pensó:

“¿A qué hora me voy a acabar acostando? Todavía hay que limpiar… Qué mala suerte”.

Al rato, todo estaba arreglado. Los bomberos comprobaron que no hubiera daños en los pisos inferiores y se marcharon. Alba, exhausta, limpió hasta tarde, aliviada de no haber inundado a nadie.

Al día siguiente, el técnico volvió a revisar. Alba hasta confundió su nombre. Él comprobó el grifo, gruñó satisfecho y se disponía a irse cuando Carmen entró y empezó a reprocharle los constantes fallos del ascensor. Iba a seguir quejándose, pero bajo su mirada, se calló. En cambio, los invitó a tomar un té. Curiosamente, Antonio aceptó, aunque no evitó que Carmen le soltara sus quejas sobre el mantenimiento del patio y los columpios.

Era tarde, y Alba se dio cuenta de que tenía que irse. Dos días después, vio desde la ventana a Antonio saliendo de su portal. Y al tercer día, se lo encontró cara a cara.

—Carmen, ¿el técnico vive en este edificio? —le preguntó después—. Lo he visto varias veces.

—Quizá le gustas, por eso anda por aquí —sonrió la vecina.

—¡Venga ya! Si le gustara, me habría pedido el número.

—Tal vez es tímido —dijo Carmen, y tras una pausa añadió—: Es mi hijo. Y a mí también me caes bien.

Alba se sorprendió:

—¿Por qué llamaste al 112 si podías avisarle a él?

—Porque cada cual debe hacer su trabajo. Y organizar una

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Un giro inesperado con el agua