Amor que dura toda la vida

**Amor que dura toda una vida**

A los catorce años, a Martina se le acumulaba el trabajo: las tareas de la casa, cuidar de su madre enferma y, además, sacar buenas notas en el colegio. Soñaba con ser médico.

—Mamá, cuando termine la carrera, te curaré. Tú te pondrás bien, aún eres joven —le decía a su madre.

Pero en secreto, lloraba en su habitación, agobiada por la impotencia. Vivían las tres en una casa en las afueras de Madrid, en un barrio donde todos se conocían y nadie se perdía un chisme. Su padre nunca ayudaba en nada, ni siquiera hablaba bien con su esposa, y mucho menos con Martina. Era un hombre duro, sin una palabra amable para nadie. Cuando Cristina enfermó, él simplemente hizo las maletas y se marchó.

Al principio, Martina no le dio importancia, pensando que sería por trabajo, pero todo quedó claro cuando, ya en la puerta, él le soltó:

—Me voy para siempre. Esta vida no es para mí, y menos con una mujer enferma. Necesito una esposa sana, no una… Tú ya eres mayor, te las arreglarás. El dinero os lo enviaré por correo.

Martina creyó que era una broma de mal gusto, pero el portazo que siguió le confirmó que iba en serio. Lo más extraño fue ver a su madre sonriendo en la cama.

—Mamá, ¿de qué te ríes? ¿Cómo vamos a vivir ahora?

—Hija mía, ya saldremos adelante. ¿Qué nos daba él, sino malhumor y gritos? Ve a buscar a Luis, el vecino, y dile que necesito hablar con él.

Martina asintió y fue a casa de Luis. Desde hacía tiempo, notaba cómo él miraba a su madre de un modo especial, diferente a como su padre lo hacía. Luis siempre les sonreía, le hacía cumplidos a Cristina y, en los cumpleaños, le regalaba flores y una caja de bombones (claro, cuando su marido no estaba). Martina lo veía todo, pero nunca preguntaba. A ella también le daba chocolates.

Su padre, en cambio, jamás regaló nada, ni siquiera un feliz cumpleaños. Cristina, aunque las vecinas cotillas la llamaban *”la ligona del barrio”*, siempre se comportó con decencia. Hasta que un día, cuando Martina tenía trece años, escuchó a Luis confesarle su amor:

—Cristina, siempre estaré a tu lado, pase lo que pase. Nunca lo dudes.

Su madre se rio y respondió:

—Ay, Luis, ya sabes… *”A otro me debo y a otro he de ser fiel”*. No hace falta que digas más.

Martina ya tenía sus propios líos de adolescentes, así que entendía perfectamente lo que sentía Luis. Pero lo admiraba porque, a pesar de todo, nunca la comprometía ni daba pie a chismes. Él siempre estuvo ahí, y sin querer, Martina comparaba a su padre con él… y la comparación no favorecía para nada a su progenitor.

Cuando creció, le preguntó a su madre:

—Mamá, ¿por qué te casaste con papá y no con Luis?

Cristina se enfadó y no quiso hablar del tema. Martina no insistió.

Pero luego vino la desgracia. Su madre se cayó y se rompió la pierna en dos sitios. Ya estaba recuperándose cuando, de repente, empeoró. Resultó que le había salido algo en el hueso. No podía ni levantarse de la cama. Y fue entonces, justo cuando más las necesitaba, cuando su padre las abandonó para siempre.

Cuando Martina fue a buscar a Luis, él supo al instante que algo malo pasaba. Vivía solo, pero su casa estaba impecable.

—Luis, mamá quiere que vengas —le dijo.

—¿Y tu padre? No le va a gustar.

—Nos ha dejado. Anoche se fue y dijo que para siempre.

No hizo falta más. Luis fue corriendo. Se sentó junto a Cristina, hablaron largo rato… y se quedó con ellas. Martina ni se dio cuenta de cómo pasó, pero fue como si siempre hubiera estado ahí.

Cuidó de Cristina con ternura: trajo médicos a casa, la llevó a consultas, y poco a poco, ella mejoró. Hasta volvió a caminar. ¡Qué alegría! Con Luis en casa, Martina respiró aliviada. Él se ocupó de todo y le dijo:

—Tú concéntrate en estudiar. Serás una gran médica, ya lo verás.

A veces, Martina lo veía cabizbajo, pero delante de Cristina fingía normalidad. Más tarde supo que eran los comentarios de las vecinas:

—¿Quién ha visto a un vecino cuidando de una mujer enferma? Por algo la dejó el marido. Y ahora, encima, mete a otro en casa… —y cosas peores.

A Luis le dolía, pero hacía oídos sordos. Con el tiempo, Cristina volvió a caminar, primero con bastón, luego del brazo de él. Se la veía radiante, con la cabeza alta, y no había pareja más feliz.

La vecina, Carmen, le decía:

—Cristina, ¡pareces otra! Y Luis no te quita los ojos de encima. No hagas caso a la gente, ya se cansarán de hablar.

—Yo no les hago caso —sonreía Cristina—. La felicidad no se esconde.

Pero los chismes no pararon hasta que, de pronto, las vecinas encontraron otro motivo: Cristina estaba embarazada.

—¡Con la edad que tiene! ¡Qué fresca! —murmuraban.

Luis y Cristina se casaron, felices esperando a su bebé. Martina también estaba contenta: su madre se había recuperado, eran una familia y pronto tendrían a Sonia, la hermanita que ya sabían que sería niña.

Martina cumplió su sueño: entró en la facultad de Medicina. Aunque era difícil, le encantaba. En casa, todo iba bien, y Sonia crecía sana.

Hasta que un día, Luis murió de repente. Esa noche, Martina fue a visitarlos y él, como presintiéndolo, la abrazó fuerte junto a Sonia:

—Si supierais cuánto os quiero. Y a vuestra madre, claro.

Fue la última vez. Por la mañana, no despertó. Cristina, destrozada, apenas podía con el dolor.

—Mamá, no estás sola. Tenemos a Sonia. Superaremos esto juntas —la consolaba Martina, temiendo que la enfermedad volviera.

Un mes después, Cristina sonreía de nuevo. Pero tres meses más tarde, también se fue. El corazón no pudo vivir sin Luis.

Martina volvió a casa con Sonia. Se ocupó de todo, de sus estudios, de las reuniones del colegio. Su hermanita era una alumna brillante, y Martina, orgullosa, miraba al cielo y decía:

—Mamá, Luis… ¡Cómo os enorgullecería Sonia!

Ahorró durante años para un buen monumento. Cuando por fin lo instalaron, fueron juntas al cementerio. Sobre la losa de granito, Cristina y Luis sonreían, abrazados, eternamente felices.

Una mujer se acercó, admirando la lápida:

—¿Los conocíais?

—Son nuestros padres —dijo Martina.

—Qué bonito. Acabo de verlo… antes solo había una cruz.

—Sí. Queríamos que su amor durara para siempre.

Martina, al fin, estaba en paz. Había cumplido su promesa. Sonia entraría pronto en la universidad, y ella… por fin se atrevió a pensar en su propia vida. Llevaba un año saliendo con Arturo, un cardiólogo del hospital. Él ya le había pedido matrimonio dos veces, pero ella le pidió esperar:

—Tenía que hacer esto primero. Era mi deber.

Ahora, Cristina y Luis tenían un amor eterno. Y ella, por fin, podía empezar el suyo.

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