— «Ni los perros quieren tu comida», se burlaba. Ahora come donde yo le doy de comer.

«Ni tu perro querría esas albóndigas», se rio el hombre mientras arrojaba la comida al cubo de basura. Ahora come en el comedor social que yo financio. El plato chocó contra el plástico con un golpe metálico que me hizo estremecer.

—Ni tu perro querría esto —repitió, señalando al animal, que apartó el hocico con desdén—. Mira cómo las rechaza.

Diego se secó las manos en el paño de cocina caro que compré para combinar con los muebles nuevos. Siempre obsesionado con los detalles, pero solo si reforzaban su imagen.

—Ana, te lo dije. Nada de comida casera cuando espero a mis socios. Da mala espina. Huele a… pobreza.

Pronunció esa palabra con asco, como si le dejara un regusto podrido en la boca. Lo observé: la camisa impecable, el reloj de marca que ni en casa se quitaba. Y por primera vez en años, no sentí ira ni ganas de disculparme. Solo frío. Un frío cortante.

—Llegarán en una hora —continuó él, ajeno a mi silencio—. Pide unos chuletones del «Ritz». Y la ensalada, la de marisco. Y arréglate un poco. Ponte ese vestido azul.

Me lanzó una mirada evaluadora.

—Y recógete el pelo. Ese peinado te quita clase.

Asentí mecánicamente. Un movimiento vacío.

Mientras hablaba por teléfono dando órdenes a su asistente, recogí los trozos del plato roto. Cada fragmento era afilado como sus palabras. No discutí. ¿Para qué?

Todos mis intentos por «mejorar» para él terminaban igual: con humillación. Mis cursos de sumiller los ridiculizó como «un pasatiempo de amas de casa aburridas». Mis ideas para decorar la casa, «de mal gusto». Y mi comida, en la que volcaba mis últimas esperanzas de calor, acababa en la basura.

—Sí, y que el vino sea bueno —decía él al teléfono—. Pero no ese que probó Ana en sus cursos. Algo decente.

Me levanté, tiré los restos y me miré en el reflejo oscuro del horno: una mujer exhausta, con la mirada apagada. Alguien que llevaba demasiado tiempo intentando ser un mueble más en su vida.

Entré en el dormitorio. Pero no por el vestido azul. Abrí el armario y saqué una maleta.

Me llamó dos horas después, cuando ya me instalaba en un hostal barato en las afueras de Madrid. Evité quedarme con amigas; no quería que me encontrase.

—¿Dónde estás? —Su voz era calmada, pero ocultaba una amenaza. Como un cirujano antes de extirpar un tumor—. Los invitados han llegado y la anfitriona brilla por su ausencia. Qué mal queda.

—No voy a volver, Diego.

—¿Qué significa eso? ¿Es por las albóndigas? Ana, no seas infantil. Vuelve.

No lo pedía. Lo exigía. Convencido de que su palabra era ley.

—Voy a pedir el divorcio.

Silencio al otro lado. Se escuchaba música de fondo y el tintineo de copas. Su velada continuaba.

—Entendido —dijo al fin, con una risa gélida—. Quieres jugar a la independiente. Bien. A ver cuánto te dura. ¿Tres días?

Colgó. No se lo creía. Para él, yo era un objeto que temporalmente se había estropeado.

Nos vimos una semana después en la sala de reuniones de su despacho. Presidía la mesa larga, flanqueado por un abogado impecable, de sonrisa de tahúr. Yo fui sola. A propósito.

—¿Ya te cansaste de jugar? —Sonrió con superioridad—. Estoy dispuesto a perdonarte. Si te disculpas, claro.

Dejé sobre la mesa la demanda de divorcio.

Su sonrisa se desvaneció. Asintió al abogado.

—Mi cliente —dijo este con voz melosa— está dispuesto a ser generoso. Considerando su… inestabilidad emocional y falta de ingresos.

Deslizó una carpeta hacia mí.

—Diego te deja el coche. Y una pensión por seis meses. Una suma más que generosa, créeme. Para que puedas alquilar algo modesto y buscar trabajo.

Abrí la carpeta. La cifra era un insulto. Ni migajas: el polvo bajo su mesa.

—El piso, claro, sigue siendo de Diego —continuó el abogado—. Se compró antes del matrimonio.

El negocio también era suyo. Bienes gananciales, prácticamente ninguno. Tú no trabajaste.

—Llevé la casa —dije firme—. Creé un hogar al que él volvía. Organicé sus cenas, que le ayudaron a cerrar tratos.

Diego resopló.

—¿Un hogar? ¿Cenas? Ana, no me hagas reír. Cualquier ama de casa lo haría mejor. Y más barato. Solo fuiste un… accesorio bonito. Que, por cierto, últimamente se te nota el desgaste.

Quería herirme. Y lo logró. Pero el efecto no fue el esperado. En lugar de lágrimas, sentí rabia.

—No firmaré esto —empujé la carpeta.

—No lo entiendes —intervino él, inclinándose—. Esto no es una oferta.

Era un ultimátum. O lo aceptabas o no recibías nada. Tengo los mejores abogados. Probaremos que viviste a mi costa. Como una parásita.

Saboreó la palabra.

—Sin mí, no eres nada. Ni siquiera sabes freír unas albóndigas. ¿Qué puedes hacer contra mí en un juicio?

Lo miré. Y por primera vez en años, no lo vi como su esposa, sino como una extraña.

Y descubrí a un niño asustado, enamorado de sí mismo, aterrorizado por perder el control.

—Nos vemos en el juzgado, Diego. Y no iré sola.

Salí sintiendo su mirada llena de odio quemándome la espalda.

La puerta se cerró tras de mí, sepultando el pasado. Sabía que no se rendiría. Intentaría destruirme. Pero por primera vez, estaba lista.

El juicio fue rápido y humillante. Sus abogados me pintaron como una mantenida infantil que, tras una pelea por «una cena mal hecha», quiso vengarse.

Mi abogada, una mujer serena y experimentada, no discutió. Presentó pruebas: recibos, extractos, facturas.

Los mismos recibos de las cenas «poco refinadas», las limpiezas en seco de sus trajes antes de reuniones clave. Los boletos de eventos donde él cultivaba contactos, pagados por mí.

Era un trabajo minucioso. No para demostrar mi aporte a su negocio, sino algo más simple: yo no era una parásita. Era una empleada no remunerada.

El fallo me concedió algo más de lo que él ofrecía inicialmente, pero menos de lo merecido. Pero no era por el dinero.

Era por no dejarme humillar.

Los primeros meses fueron duros. Alquilé un estudio pequeño en un edificio viejo. El dinero justo. Pero por primera vez en diez años, me dormía sin miedo.

La idea llegó una noche, cocinando. Recordé sus palabras: «Huele a pobreza». Y pensé: ¿y si la pobreza pudiera oler a lujo?

Empecé a experimentar. Ingredientes sencillos, transformados en algo exquisito. Esas mismas albóndigas las reinventé con tres carnes y una salsa de frutos del bosque. Creé recetas de alta cocina, accesibles en veinte minutos.

Era comida gourmet, en formato semipreparado. Para quienes no tienen tiempo, pero sí paladar.

Lo llamé «La Cena de Ana». Abrí una página humilde en redes. Al principio, pocos pedidos. Pero el boca a boca funcionó.

El giro llegó cuando Laura, esposa de un exsocio de Diego, me

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— «Ni los perros quieren tu comida», se burlaba. Ahora come donde yo le doy de comer.