Hoy me siento con ganas de escribir, de dejar salir estos recuerdos que me pesan en el alma. Os contaré una historia, una de esas que te hacen entender qué es lo verdaderamente importante en la vida…
Hace mucho tiempo, cuando los árboles parecían más altos y los corazones más puros, vivía una joven llamada Lucía. Era hermosa como una amapola al amanecer, dulce como el pan recién hecho que huele a hogar. Su sonrisa calentaba como el sol de primavera, y su alma era clara como el agua de un manantial.
Se enamoró de un muchacho llamado Rodrigo. Alto, de hombros anchos, cejas negras como el azabache y una voz que resonaba como las campanas de Semana Santa. Pero, ay, qué orgullo… Lo llevaba dentro como una olla a presión. Creía que el mundo le debía algo, que la vida tenía que ponerle una alfombra roja a sus pies.
Poco después de casarse, Lucía quedó embarazada. Fueron juntos a la ecografía, y el médico dijo: “Será un niño”. ¡Cómo brillaban los ojos de Rodrigo! Corrió por las calles de Madrid, gritando que tendría un heredero. Pidió champán en el bar, presumía ante sus amigos de que su hijo sería un gran empresario, quizás hasta presidente.
Pero la vida siempre tiene sus propios planes. Cuando llegó el momento, Lucía dio a luz a una niña, pequeña y dulce como un rayo de luna en la noche oscura. La llamaron Alba, porque fue la luz de su madre.
¿Y sabéis qué hizo Rodrigo? No fue al hospital. Dijo que necesitaba un hijo, un heredero, y que a una niña, como le confesó a su madre, “si acaso se la podía colocar en algún sitio”. Así que Lucía se quedó sola con su bebé en brazos.
¿Adónde ir? ¿A quién acudir? Al final, se mudó a una vieja habitación en casa de su vecina, doña Carmen. ¡Qué mujer más buena! Le daba té caliente, le ayudaba a lavar los pañales, la escuchaba cuando el corazón le pesaba. Porque, recordad esto: la familia no siempre es la que comparte tu sangre, sino la que está ahí cuando todo parece oscuro.
Vivían con lo justo. Lucía trabajaba en dos empleos: de día vendía periódicos y pequeños objetos en un quiosco, y de noche limpiaba oficinas. Las manos agrietadas por el frío, la espalda dolorida, pero el corazón caliente… porque todo lo hacía por su niña, que crecía bella e inteligente, con ojos sinceros y un alma buena.
Pasaron los años. Alba ya era una joven, ayudaba a su madre y soñaba con entrar en la universidad. Un día, volviendo a casa, Lucía vio un Mercedes negro como la noche sin estrellas aparcado junto a la acera. Junto al coche, un hombre con traje caro y un anillo de oro macizo en el dedo. A su lado, un niño de unos diez años, idéntico a él de joven.
Lucía lo reconoció al instante: Rodrigo. Él también la miró y se quedó paralizado. Y en ese momento, Alba, agarrando la mano de su madre, preguntó en voz baja:
—Mamá, ¿quién es ese hombre?
Rodrigo palideció. Vio en esa joven su propia sonrisa, su misma mirada. Su sangre, su hija… pero criada por otros. Y entonces algo le golpeó: él mismo había renunciado a esa felicidad.
Dio un paso adelante, quiso decir algo. Quizás “perdón”, quizás “fui un necio”. Pero las palabras se le atragantaron. ¿Qué podía hacer ahora? Los años perdidos no vuelven, y la confianza no se compra con todo el oro del mundo.
Lucía solo apretó la mano de su hija y dijo con calma:
—No pienses en él, cariño.
Siguieron su camino. Quizás no tenían mucho dinero, pero tenían lo más valioso: el amor y el apoyo mutuo. Porque, recordad, la felicidad no está en los euros, ni en los coches, ni en los anillos relucientes. Está donde hay manos cálidas y corazones sinceros, donde te esperan y te quieren sin condiciones.
Y Rodrigo… se quedó con su vacío, entre lujos, pero sin calor. Porque quien no cuida el amor a tiempo, aunque después se bañe en oro, el alma siempre le temblará de frío.
Así es la vida. No despreciéis a quienes están a vuestro lado, porque a veces, las oportunidades perdidas no regresan jamás.