El hombre la llamó “nadie” frente a su amante, pero al año siguiente, su esposa encontró la manera de responderle…
—Señora, ¿se encuentra bien? —Una voz masculina llena de preocupación la sacó de su ensimismamiento. Ella levantó los ojos, enrojecidos y cegados por las lágrimas, hacia el desconocido… ¡y estalló en llanto! Sin importarle los transeúntes que se apartaban sorprendidos, lloró con toda el alma.
Elena ya no recordaba cuándo había dormido más de cinco horas seguidas. Sus días comenzaban antes del amanecer y terminaban bien pasada la medianoche. Limpiar un piso enorme, cocinar para tres hombres (su marido, su hijo y su suegro enfermo), lavar, planchar… Y por las noches, su segundo turno: fregar suelos en un edificio de oficinas. No quedaba tiempo para ella. Nada en absoluto.
No había sido así desde el principio, sino poco a poco. Primero, su suegra, que vivía en el piso de abajo, empezó a “pasarse a tomar un café” con más frecuencia, dejando montañas de platos sucios y “consejos” inútiles. Luego, su marido decidió que las tareas domésticas eran exclusivamente cosa de mujeres.
Su hijo, ya adulto, aprendió rápido las reglas del juego. Incluso en su trabajo, el jefe no tenía reparos en cargarla con las responsabilidades de compañeros enfermos, insinuando claramente: “Si no te gusta, hay otros esperando”. Elena asentía en silencio y obedecía.
En otra vida, antes del matrimonio, había sido una pastelera talentosa. Sus tartas eran admiradas. Pero los problemas familiares, la enfermedad de su suegro y la falta constante de dinero la obligaron a abandonar su pasión y aceptar cualquier trabajo que pagara, por duro e ingrato que fuera.
Su hija, ya casada, vivía en el extranjero. No esperaba ayuda de ella, y aunque no se quejaba, solo se alegraba silenciosamente de su felicidad desde lejos.
El cansancio se había convertido en su segundo nombre. Cada noche caía en la cama, hundiéndose en un sueño pesado y sin sueños, solo para despertarse horas después y repetir la misma locura. Los años así no pasaron en vano.
Había dejado de cuidarse. El sobrepeso, que su marido llamaba burlonamente “oso olímpico”, el cabello apagado recogido en un moño, la bata vieja y un rostro eternamente agotado.
Elena se había rendido hacía tiempo, olvidando cuándo fue la última vez que compró algo bonito, no solo práctico. Su marido, Sergio, ya no solo había perdido interés, sino que la miraba con un asco apenas disimulado.
Sus comentarios eran cada vez más crueles, y aquel chiste reciente sobre “la osa olímpica” era solo uno de muchos. Empezó a desaparecer por las noches, volviendo al amanecer con mirada vacía y el olor de perfumes ajenos.
Su suegra remataba el cuadro. Sus venenosos cuchicheos y quejas sobre “la inútil de mi nuera” eran una tortura diaria. Al pasar junto al banco donde se sentaba, Elena sentía físicamente su mirada pegajosa y escuchaba fragmentos de chismes con las vecinas.
Era triste y repugnante, pero ya no tenía fuerzas para pelear. Con cada día que pasaba, se sentía menos como una mujer, menos como una persona, y más como una función invisible: una máquina silenciosa al servicio de los demás.
—¡Elena, mírate! —exclamó una vieja amiga al encontrarla por casualidad—. ¡Deja de preocuparte por los demás y ocúpate de ti!
—No puedo, Ana. La familia es lo primero —murmuró Elena, apartando la mirada. Pero las palabras de su amiga le clavaron un puñal en el corazón.
El desenlace llegó de golpe. Agotada, se quedó dormida en el autobús, pasándose su parada. Bajó en un barrio desconocido y caminó hacia el metro cruzando una calle llena de terrazas de cafés.
Entonces, se detuvo en seco. En una de las mesas, estaba Sergio. Brillaba como un sol, abrazando con ternura a una rubia impecable, cuyo vestido probablemente costaba tres meses del sueldo de Elena.
El mundo perdió color a su alrededor. Un nudo de hielo le apretó el pecho, un zumbido llenó sus oídos… Con las últimas fuerzas, se acercó.
—¿Sergio?
Él se giró. Por un instante, asomó el miedo en su rostro, pero rápidamente lo reemplazó con fastidio. La rubia la escaneó de arriba abajo con desdén.
—Cariño, ¿quién es esta? —preguntó con voz melosa.
Y entonces, Sergio, mirando hacia ningún lugar, soltó:
—Ah, esta… No es nadie. Solo alguien del trabajo.
“Del trabajo”. No su esposa, no la madre de su hijo… Solo “alguien del trabajo”. La había humillado. Se había avergonzado de ella frente a esa muñeca pintada. Fue peor que una bofetada. Todo el dolor, el sacrificio invisible, los años de callar… se estrellaron contra ella en un instante.
Dio media vuelta y se alejó, tambaleándose, sin ver por dónde iba. El mundo se difuminaba. Un peso de piedra la ahogaba. En su mente, solo resonaba: “Del trabajo… del trabajo…”
—Señora, ¿se encuentra bien? —La voz preocupada del mismo desconocido la sacó de su trance. Esta vez, al mirarlo, rompió a llorar sin control, sin importarle quién la viera. No lloraba por la infidelidad, sino por la vida que había desperdiciado, por los sueños rotos, por la Elena que ya no existía.
Regresó a casa como en un sueño. Pasó de largo ante los silbidos de su suegra. Abrió la puerta con su llave.
—Mamá, ¿lavaste mis calcetines azules? —preguntó su hijo de 25 años desde su habitación, sin siquiera preguntar por qué llegaba tan tarde o por qué tenía los ojos hinchados.
Sonó el teléfono. Era su jefe.
—Elena, Smirnova está enferma otra vez. ¡Ven mañana temprano, hay mucho trabajo!
—No iré —respondió en un susurro.
—¿¡Qué!? ¿Estás loca? ¡Si no vienes, te…! —Colgó y guardó el teléfono en el bolsillo de su vieja chaqueta.
Sin decir nada, empacó una bolsa con lo indispensable y salió del piso que ya no era su hogar. Se refugió en casa de su madre. Las primeras semanas, el teléfono no paraba: llamadas de su marido, su hijo, su jefe… Pero Elena guardó silencio. Entendió: no la querían a ella, solo sus funciones. Cocinar, limpiar, cubrir huecos.
Pasaba horas en la cocina de su madre, mirando por la ventana. Hasta que un día, un pensamiento cristalino llegó a su mente. No solo su marido, su suegra o su hijo tenían la culpa. Ella también. Ella había permitido que la trataran así.
La ira estalló en su interior. Golpeó la mesa con el puño. Una vieja taza con un corazón tonto, un regalo de Sergio, cayó y se hizo añicos.
“Basta —pensó Elena, mirando los pedazos—. La vieja yo ha muerto. No hay vuelta atrás.”
Pasó un año.
Era un día soleado de verano. Elena estaba sentada en la terraza de un café, bebiendo un espresso aromático y riendo de un chiste de su acompañante. Delgada, elegante, con un vestido que resaltaba su figura y una mirada llena de luz, atraía miradas admirativas.
En ese año, se había transformado. Retom