La suegra siempre sabe más
Lucía se sobresaltó con el repentino timbrazo del teléfono. En la pantalla brillaba «Carmen Valdés». Era la tercera llamada de la mañana. Respiró hondo, reunió fuerzas y pulsó el botón verde.
—Dime, Carmen, te escucho.
—Lucía, ¿por qué no coges el teléfono? —La voz de su suegra goteaba reproche—. ¡Llevo llamándote un siglo!
—Estaba haciendo papilla para Martita y no tenía las manos libres —mintió, aunque en realidad no quería discutir, por enésima vez, cómo educaba a su hija.
—¡Otra vez con las papillas! Ya te dije que los niños necesitan carne. Mi Antonio creció a base de chuletones, ¡y mira qué fuerte está! En cambio, tu Martita está pálida, parece que se la va a llevar el aire.
Lucía cerró los ojos y contó hasta cinco. Su hija solo tenía tres años, y el pediatra confirmó que su desarrollo era normal. Era su complexión, heredada del padre.
—Carmen, también le damos carne. Hoy comerá albóndigas.
—¡Menos mal! Precisamente por eso llamo. Pasaré por vuestra casa hoy, llevaré caldo de pollo hecho con los huesos, como le gusta a Antonio. Y he preparado croquetas, con mi receta. Porque esas albóndigas tuyas…
Lucía frunció el ceño. El desdén con el que pronunció «albóndigas» sonó casi venenoso.
—No hace falta que te molestes, lo tenemos todo —intentó objetar.
—¿Molestarme? ¡Si es que la abuela quiere ver a su nieta! ¿O me lo vas a prohibir?
Era el clásico chantaje emocional: cualquier respuesta que no fuera «sí» sonaría a grosería monumental.
—Claro que puedes venir —cedió Lucía.
Al colgar, apoyó la frente contra el cristal frío de la ventana. Fuera, copos de nieve bailaban sobre las ramas desnudas de los árboles. Noviembre había sido gris y gélido.
—Mamá, ¿con quién hablabas? —Martita asomó desde su cuarto, abrazando a su peluche favorito, un perrito blanco llamado Nube.
—Viene hoy la abuela Carmen —sonrió Lucía, forzando alegría.
—¿Va a decir otra vez que como mal? —preguntó la niña, frunciendo el ceño.
A Lucía se le encogió el corazón. Hasta una niña de tres años notaba la crítica constante.
—Es que te quiere mucho y quiere que crezcas sana y fuerte.
Martita no parecía convencida, pero asintió y volvió a sus juegos.
Lucía se puso a limpiar. Aunque ella y su marido preferían cierto desorden creativo, la casa debía relucir antes de la visita. Si no, tendría que oír que «esto es una pocilga donde hasta los microbios se marean».
En dos horas, fregó el suelo, quitó el polvo e incluso horneó un pastel de manzana —el único plato que su suegra elogiaba—.
Antonio llegó a la hora de comer. Ambos trabajaban desde casa —él como informático, ella como diseñadora—, pero hoy tenía una reunión importante.
El timbre sonó a las dos en punto. Carmen Valdés era puntual como un reloj suizo.
—¡Hola, nuera querida! —entró cargada de bolsas, una mujer bajita y rolliza con el pelo teñido de castaño—. ¿Y mi princesita?
Martita asomó tímidamente.
—¡Ven aquí, cielo! ¡La abuela te ha traído cosas ricas!
La niña se acercó y, con solemnidad, extendió la mano para que se la besaran. Un gesto que Carmen le había enseñado, porque «las niñas deben ser educadas como damas».
—Solo se besan las manos a las señoritas —la suegra la abrazó—. Cuando cumplas quince, podrás ofrecer tu mano a los galanes. A la abuela, con un «hola» basta.
Lucía puso los ojos en blanco cuando no la veían. Las contradicciones en la crianza eran el pan de cada día.
—Déjame ayudarte con las bolsas —ofreció Lucía.
—Sí, llévalas a la cocina. ¡He preparado de todo! Antonio necesita comer bien, no sobrevivir a base de lo que pille.
En la cocina, Carmen tomó el mando:
—Lucía, tráeme la olla grande. No esa de plástico, una de verdad. ¿Y el pan? ¿Lo guardáis en la nevera? ¡No se puede! ¡Se pone duro como una piedra!
Lucía obedecía en silencio. Tras seis años de matrimonio, sabía que para su suegra siempre había una «forma correcta» de hacer las cosas.
—Martita está muy pálida —observó Carmen, sacando tupperwares—. ¿La sacáis a pasear? ¿Le dais vitaminas?
—Sí, paseamos a diario si el tiempo lo permite. Y toma un complejo vitamínico recetado por el pediatra.
—¡Pediatra! —bufó—. ¿Qué sabrán esos jóvenes? En mis tiempos…
«Ahí vamos», pensó Lucía.
—En mis tiempos, los niños jugaban en la calle de sol a sol. ¡Y se les echaba agua fría para endurecerlos! A Antonio lo sacaba bajo cualquier clima. Y creció fuerte como un roble.
Lucía no dijo nada, aunque podría haber mencionado que su marido pasó medio invierno con bronquitis de niño.
—¿Quieres un poco de pastel? —propuso, cambiando de tema.
—Primero la comida. Las cosas en orden. ¿Y Antonio? ¿Todavía no ha llegado?
Como por arte de magia, se oyó la llave en la puerta.
—¡Ahí está! —exclamó Carmen.
Antonio entró, sorprendido al ver los zapatos en el recibidor.
—¿Mamá? ¿Por qué no avisaste que venías?
—¿Que no avisé? ¡Si llamé a Lucía esta mañana!
Lucía le sonrió con disculpa. Entre tareas, olvidó avisarle.
—Hola, mamá —Antonio la abrazó—. ¿Qué tal estás?
—Pues ya sabes… La tensión va que sube y baja, y las piernas se me hinchan al anochecer. Pero no me quejo. Me las arreglo sola, que no quiero ser una carga.
Era su discurso habitual: «No me quejo» precedía a una lista de dolencias, y «no quiero ser una carga» era un recordatorio sutil de sus visitas esporádicas.
—Vamos, quítate el abrigo. Calentaré la comida. Estuve toda la mañana cocinando tus platos favoritos.
Antonio miró a Lucía con complicidad. Sabía lo estresantes que eran estas visitas.
Durante la comida, Carmen glosó las virtudes de su hijo de pequeño:
—¡Con cuatro años ya leía! Y recitaba poemas que te emocionaban. Martita, ¿tú aprendes poesía?
La niña jugueteaba con el tenedor.
—Sabe muchos —intervino Lucía—. Cariño, recítale a la abuela el de la mariquita.
—No quiero —refunfuñó Martita.
—¿Lo ves, hijo? —Carmen alzó las manos—. La niña es poco comunicativa. Debería ir a la guardería, relacionarse con otros niños.
—Mamá, ya hablamos de esto —cortó Antonio—. Hasta los cuatro años no. No hay prisa.
—¿Prisa? —la suegra alzó la voz—. ¡Yo te llevé con dos años y saliste fenomenal! En cambio, ella parece una lobita. Tímida, no come…
Martita empujó el plato y puso morritos.
—¿Puedo ir a jugar?
—No hasta que acabes —sentenció Carmen.
—Termina la croqueta, mi vida —susurró”Esa noche, mientras acostaban a Martita, Lucía y Antonio susurraron entre risas que, aunque la abuela Carmen nunca cambiaría, al menos habían aprendido a reírse juntos de sus excentricidades, porque al final lo único que importaba era proteger la felicidad de su pequeña família.”