**Diario de un hombre: La abuela del tercero izquierda**
A veces, cuando me siento en este asilo, pienso en cómo eran las cosas antes. En mi edificio vivía una anciana, la del tercero izquierda. Nadie la quería, la verdad. Ni siquiera sabíamos su nombre completo, y a nadie le importaba preguntar.
Era bajita, de pelo gris y gafas gruesas sujetas con esparadrapo, sucio y desgastado. Caminaba arrastrando los pies, calzada con unos zapatos viejos y rotos. Siempre llevaba una bolsa de la compra raída, y tras ella corría un perrito pequeño, pero que ladraba como un guardián furioso. A todos los que se acercaban a su puerta les recibía con ladridos, y eran muchos los que pasaban por allí, porque tres cosas tenían hartos a los vecinos.
Primero, la televisión. Sonaba a todo volumen desde el amanecer hasta la noche. Segundo, las cucarachas que salían de su piso y se paseaban por el edificio. Y tercero, ese olor rancio que impregnaba el rellano y hasta el ascensor.
La gente se quejaba, gritaba: “¿Hasta cuándo va a seguir esto?”. Y la abuela los miraba con sus ojitos entornados, sonreía como una niña y decía: “Ahora, ahora…”.
Pero el alivio duraba poco, porque todo volvía a empezar.
¿Quieren saber cómo se llamaba? Carmen Ruiz. Tenía casi ochenta y cinco años. El año pasado enfermó gravemente, un resfriado que casi la dejó sorda. Quería un audífono, pero no tenía dinero y la lista de espera era larga. Su pensión era miserable: pagar el alquiler, las medicinas y, además, mantener a su perrita Lulú, su único rayo de sol.
Lulú era su verdadera compañera. Llegó a su vida años atrás, cuando su marido murió y sus hijos y familiares la dejaron sola. Un día de lluvia, Carmen volvía del supermercado y vio en un contenedor un cachorrito sucio, temblando de frío. Quiso seguir de largo, pero el animalito la siguió. Y así se quedó con ella, convirtiéndose en su mundo entero.
Su piso era un desastre: sucio, maloliente, con cucarachas por doquier. Quizá Carmen no lo notaba, o quizá no quería. Los vecinos se quejaban cada vez más, como si luchar contra eso fuera inútil.
Hasta que llegó Marta, una nueva vecina, divorciada y con un hijo. Al principio ignoró el olor y los bichos, pero la noche que vio dos cucarachas en su cocina, se estremeció. Y decidió actuar.
Lo curioso fue que otra vecina le contó la historia de Carmen Ruiz: la tele, las cucarachas, el hedor. Marta sintió pena por ella, porque entendía lo que era estar sola. Decidió ayudarla.
Y así comenzó una nueva vida: Marta y su hijo Javier visitaban a Carmen, le hacían la compra, jugaban con Lulú. La abuela sonreía, feliz de no estar sola, y ellos encontraron en ella una nueva familia.
Con el tiempo, el olor desapareció, las cucarachas también, y la televisión bajó el volumen. Pero los rumores empezaron: decían que Marta quería quedarse con el piso. A ella le daba igual, lo importante era darle calor a Carmen.
Pasó casi un año. Un día, Carmen Ruiz se fue de este mundo. La despidieron en silencio, como ella habría querido. Lulú se quedó con Marta y Javier, y ahora eran una familia.
Así es la vida, a veces dura e injusta. Pero incluso en la vejez, en aquellos que el mundo ha olvidado, puede nacer un pequeño milagro cuando alguien llega y les regala amor. Eso, al final, es la verdadera felicidad.