Hoy, sentada en esta residencia de ancianos, miro por la ventana y los recuerdos vuelven a mí como un río que no cesa. Os voy a contar una historia, nietos míos, una que ni yo misma creí cuando sucedió. Cómo viví, cómo sufrí, y cómo todo cambió cuando ya no esperaba que nada lo hiciera.
Aquí, en este lugar, las imágenes del pasado me visitan. Mi familia me cuidó durante mucho tiempo, pero luego… ay, duele recordarlo. Mi marido, Antonio, me dijo unas palabras que helaron mi corazón como el hielo en un lago en invierno.
—¡No voy a cuidar de una vieja enferma! —espetó aquel día, con una frialdad en la mirada que convirtió nuestros años juntos en nada. Veinte años de matrimonio, y de repente, era un extraño. Ni siquiera podía molestarse en ser amable.
Yo estaba postrada en la cama tras caer de una escalera, dos meses sin poder moverme. ¿Y cómo me traía la sopa? Dejaba el plato en la mesilla con tal brusquedad que el caldo salpicaba, sin una disculpa. Yo lo miraba alejarse, sin volverse, y sentía cómo algo dentro de mí se rompía.
Nuestro hijo, Javier, aunque joven, tenía buen corazón. Me ayudaba en lo que podía: me alcanzaba un libro, me servía la comida, preguntaba si necesitaba algo. Pero su padre solo refunfuñaba, y su paciencia se agotó rápido.
Una noche, cuando le pedí ayuda para ir al baño, me miró como si fuera una carga y soltó lo mismo:
—¡No soy un cuidador! ¡No pienso estar pendiente de una anciana enferma!
No lloré. No. Solo lo miré a los ojos y supe que todo había terminado. Con las últimas fuerzas que me quedaban, le escupí en la cara. Como un adiós al hombre que alguna vez fue.
Quedó estupefacto, pero yo firme como una roca. Sabía que era el fin de una historia y el comienzo de otra. Cuando intentó volver, suplicando otra oportunidad, escuché sus palabras vacías y me reí entre lágrimas.
Luego vino la guerra: intentó herirme, envió mensajes crueles, pero yo era más fuerte. Mi hijo fue mi apoyo, mi orgullo.
En dos meses, retomé mi vida. Empecé a trabajar en un proyecto que siempre había soñado: jardines verticales. ¿Os lo imagináis? Ahora soy una mujer que vuela a través de la vida, sin importar la edad o las dolencias.
Antes fui sumisa, cómoda para otros. Ahora solo respondo a mí misma. Mi hijo está a mi lado, y aquel hombre, el que pronunció esas palabras terribles, es solo una sombra del pasado.
Y sabéis qué? Una vez, mientras conducía por Madrid, lo vi en un semáforo: envejecido, cansado, con una bolsa barata en la mano. Nuestras miradas no se cruzaron. Ni dolor, ni rabia… solo paz. Lo dejé atrás, en el ayer, y seguí adelante, hacia mi vida nueva.
Esta es mi historia, pequeños. La vida da vueltas inesperadas, pero la fuerza está dentro de nosotros. Solo hay que creer y no temer empezar de nuevo. Aunque me hayan traído aquí, a esta residencia, sé que no soy una anciana. Soy una mujer que se encontró a sí misma.
No lloréis por los que se van. Cuidaos, y seguid siempre adelante. Porque el amor más verdadero es el que se tiene por uno mismo.