Pasando las páginas de la vida

**Hojeando la Vida**

Siempre vivieron las tres: la abuela Carmen, mamá Luisa y Adriana. Adriana no recordaba a su padre; alguna vez preguntó por él, pero su madre la abrazó fuerte y los ojos se le llenaron de lágrimas. Así que no volvió a preguntar.

—No quiero entristecerla más —decidió—. ¿Para qué necesito un padre si con la abuela y mamá estamos bien?

Pero la abuela Carmen murió cuando Adriana cumplió diez años, y quedaron solas. A Adriana le encantaba pintar desde pequeña, lo hacía en cualquier papel que encontraba. Luisa no le daba mucha importancia.

—Hija, ensucias los folios en vez de estudiar —repetía.

En el colegio, el profesor de dibujo la alababa:

—Adriana, si estudias arte, tendrás futuro. Créeme, sé de lo que hablo. Díselo a tu madre.

Pero Luisa no lo tomó en serio:

—Bueno, si es lo que le gusta, que pinte —aunque igual le compraba los materiales.

Adriana se entregaba a su pasión, sobre todo a los paisajes. Al terminar el instituto, quiso entrar en Bellas Artes, pero Luisa tenía otros planes:

—Nada de eso. Estudiarás Magisterio.

—Mamá, no quiero…

—No te pregunto. ¿Qué futuro tiene un artista? —Adriana no se atrevió a desobedecer.

Como todas las chicas, soñaba con un príncipe: alto, guapo, tierno. Sabría reconocerlo al instante.

Durante los exámenes finales, para relajarse, Adriana pintaba junto al río. Allí se sentía feliz. En la otra orilla había un acantilado y un bosque de pinos. A veces veía pescadores, algunos en barca, otros en la orilla. Todo lo plasmaba en el lienzo, incluso las nubes reflejadas en el agua.

Un día, el cuadro no salía bien. Frunció el ceño, frustrada.

—La pintura debe fluir suave, sin forzar. Mira —una voz masculina la sorprendió. Él tomó el pincel, rozó el lienzo con delicadeza, y las nubes cobraron vida.

Pero no solo las nubes temblaron; su corazón también. Al mirarlo, se quedó sin aliento. Era su príncipe.

—Hola, ¿cómo te llamas? Yo soy Javier.

Adriana, muda al principio, balbuceó:

—Adriana…

Él le besó la mano, algo que nadie le había hecho. Desde entonces, se veían junto al río. Él le enseñaba técnicas, pues era pintor. Había venido de Madrid a visitar a su tía. Aunque había estudiado Bellas Artes, el mundo del arte no lo reconocía.

—Llegará mi hora —decía con amargura—. Todos se arrepentirán.

Mientras hablaba, la abrazaba, la besaba… y sin darse cuenta, todo ocurrió. No se resistió; estaba perdidamente enamorada. Pasó unas veces más, hasta que Javier desapareció. Lo esperó en vano junto al río.

—¿Me habrá abandonado? Dijo que me amaba… —pero al fin entendió que no volvería.

Terminó los exámenes sin entusiasmo. Dos meses después, mientras se preparaba para la universidad, se sintió mal.

—Estás pálida —dijo Luisa.

—Me duele la cabeza…

No sería universitaria: estaba embarazada. Luisa estalló en ira, gritó, lloró y luego anunció:

—Conozco un médico. Por un precio razonable, solucionará esto.

Adriana, horrorizada, se negó:

—No lo haré.

—¡No te preguntaré! —gritó Luisa.

—Si me obligas, me iré de casa. O algo peor —dijo con tal firmeza que Luisa palideció.

—Perdóname, hija —lloró—. Crié sola… y criaremos a este niño.

Se reconciliaron. Luisa nunca más lo mencionó; al contrario, esperó con alegría al bebé.

En el hospital, Adriana despertó junto a una mujer desconocida:

—Soy la doctora. Lo siento… tu niña no sobrevivió. Pero tendrás más hijos.

Adriana gritó hasta que un sedante la sumió en la oscuridad. Insistió en ir al entierro. Vio el pequeño ataúd y lloró. Eso quedaría grabado para siempre.

Pasaron años. Adriana no se casó ni fue artista. El deseo de pintar murió con su hija. Estudió costura y trabajó en una fábrica.

Luisa enfermó gravemente. Adriana la cuidó hasta que, una noche, susurró:

—Adriana… tu hija vive. Es Vera Soler… —y se apagó.

Adriana no lo creyó. Ella misma había enterrado a su hija. Tras la muerte de Luisa, el vacío fue insoportable. Para distraerse, pidió un préstamo y abrió un taller de costura.

El negocio prosperó. Contrató a otra costurera y tuvo clientes. No era rica, pero vivía tranquila.

Últimamente, soñaba con una joven de abrigo beis que le sonreía.

—¿Quién eres? —intentaba gritar, pero no podía.

Un día, un hombre entró en su taller:

—Soy Esteban López, detective. ¿Reconoce a esta mujer? —mostró una foto de la doctora del hospital.

—Sí… pero ¿qué significa esto?

—Su hija vive. Enterraron a otra niña. Su madre pagó a la doctora para que mintiera. Ahora, arrepentida, me pidió que le dijera la verdad.

—¿Dónde está mi hija?

—Vera Soler —en ese momento, entró una joven de abrigo claro.

Adriana casi se desmayó. Recordó las palabras de su madre: «Vera Soler…».

—Hija, perdóname…

—No importa —dijo Vera—. Me criaron buenas personas. Mis padres… murieron en un accidente. No sabían que no era suya. Pero… aún no puedo llamarte mamá. ¿Puedo decirte «madre Adriana»?

Un año después, Adriana temblaba en la boda de Vera. Todos decían:

—¡Qué pareja tan hermosa!

Cuando Vera lanzó el ramo, este cayó en las manos de Adriana.

—Madre, te toca —rió Vera.

Confundida, vio a Esteban a su lado.

—Adriana, cásate conmigo —dijo él, y su corazón se derritió.

Aceptó.

Hoy, repasando su vida, Adriana a veces recuerda a Javier, el embarazo y la pérdida. Fue duro, pero Dios la recompensó. Es feliz. Hasta tiene un nieto con Esteban. La vida, al fin, le devolvió lo que le quitó.

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