No debe enterarse.

Él no debe saberlo.

Marisol estaba frente al portal de un viejo edificio de cinco plantas, sin atreverse a tocar el timbre. En el bolsillo de su abrigo llevaba un papel arrugado con la dirección que había conseguido a través de conocidos. Doce años… Doce largos años desde aquel día en que abandonó a su hijo recién nacido.

—¿Qué estás haciendo? —susurró para sí—. ¿Crees que te recibirán con los brazos abiertos?

Pero sus pies parecían clavados en el asfalto. No podía irse, pero tampoco entrar. En su mente resonaban los recuerdos de aquel día terrible, cuando, siendo una muchacha de veintidós años, se dejó llevar por las emociones y cometió errores de los que se arrepentiría toda la vida.

Su exmarido, Arturo, era el ejemplo perfecto de cómo no elegir a un compañero de vida. Guapo, encantador, ingenioso… y completamente irresponsable. Tras la boda, descubrió que solo tenía dos pasiones: el alcohol y el juego. El piso que sus padres le habían regalado como dote lo perdió en apenas seis meses.

—No te preocupes, gatita —le decía, besándole la coronilla—. Lo recuperaré todo, ya verás. Solo fue mala suerte.

Cuando Marisol supo que estaba embarazada, Arturo desapareció durante tres semanas. Volvió magullado, sin afeitar y con el labio partido.

—Estaba saldando una deuda —gruñó ante sus lágrimas—. Oye, ¿y si dejamos esto del niño? Ahora no es buen momento.

Esa fue la gota que colmó el vaso. Marisol pidió el divorcio estando de siete meses. Sus padres la apoyaron, pero con una condición: cortar todo contacto con Arturo.

El parto fue difícil. El niño nació débil, y los médicos lucharon por su vida los primeros días. Cuando por fin superó el peligro, Arturo irrumpió borracho en la habitación del hospital.

La seguridad lo echó, pero al día siguiente volvió sobrio, con flores y juguetes.

—Marisol, perdóname —suplicó, arrodillado en el pasillo—. Cambiaré, te lo juro. Solo dame una oportunidad.

Su madre, siempre en contra de aquel matrimonio, montó en cólera.

—O renuncias al niño y te vienes con nosotros a otra ciudad, o te borramos de nuestras vidas —gritó—. ¡Elige: nosotros o el retoño de ese borracho!

Marisol tenía veintidós años. Acababa de pasar por un parto traumático, un divorcio y una traición. No tenía trabajo, ni casa, ni fuerzas para luchar. Y cometió el peor error de su vida.

Al recordar cómo la madre de Arturo, Valeria Serrano, se llevó al bebé, sintió un nudo en la garganta. La mujer la miró con tal desprecio que deseó hundirse en el suelo.

—Firma aquí —dijo secamente, extendiéndole los papeles—. Y ya eres libre.

Los años siguientes los pasó intentando olvidar. Se mudó con sus padres a Zaragoza, estudió contabilidad y encontró trabajo. Luego, sus padres murieron en un accidente de coche, dejándole un pequeño piso y muchas deudas. Sobrevivió como pudo.

Su vida sentimental fue un desastre. Dos veces intentó algo serio, pero en cuanto surgía el tema de los hijos, huía. ¿Cómo explicarle a un hombre que había abandonado a su propio hijo?

Hasta que, seis meses atrás, le diagnosticaron cáncer. La operación fue un éxito, pero el médico fue claro:

—No podrá tener más hijos, doña Marisol. Lo siento mucho.

Entonces lo supo: debía intentarlo. Al menos verlo, asegurarse de que estaba bien.

La puerta del portal se abrió de golpe, y salió un chico con chaqueta deportiva. Marisol se quedó inmóvil. Era él: los mismos ojos castaños, la misma mandíbula obstinada. Pero ya no era un bebé, sino un chaval de doce años.

—¿Espera a alguien? —preguntó, sosteniendo la puerta.

—Yo… sí… bueno, no —balbuceó.

El chico se encogió de hombros y siguió su camino. Ella lo vio alejarse, paralizada.

—¡Eh, Adri! —gritó alguien desde el parque—. ¡Date prisa, que empezamos sin ti!

Adri. Se llamaba Adrián. Ni siquiera sabía su nombre.

Marisol dio media vuelta, pero a los pocos pasos se detuvo. No, no podía ser así. Debía intentarlo.

Regresó y pulsó el timbre. Una voz familiar respondió:

—¿Quién es?

—¿Doña Valeria? Soy… soy Marisol. ¿Puedo subir?

Un largo silencio. Luego, el clic de la cerradura.

El piso no había cambiado. El mismo papel pintado, el mismo olor a valeriana y bollos recién hechos. Valeria había envejecido, pero mantenía la espalda recta.

—¿A qué has venido? —preguntó sin rodeos.

—Quería saber cómo está. Cómo está Adrián.

—¿Cómo sabes su nombre?

—Lo he oído abajo. Sus amigos lo llamaron.

Valeria esbozó una sonrisa fría:

—Pasa a la cocina. Ya que estás aquí, hablaremos.

Tras el café, supo la verdad. Arturo nunca cambió. Bebía, jugaba, acumulaba deudas. Hacía dos años lo encontraron muerto en un callejón: quizá el corazón, quizá lo ayudaron.

—Yo sola lo crié —contó Valeria—. La pensión es poca, pero salimos adelante. Adri es un sol: buen estudiante, va a natación. El entrenador dice que tiene futuro.

—¿Él… sabe algo de mí?

—Sabe que su madre murió en el parto. ¡Y no se te ocurra contarle nada! —su voz se endureció—. Tomaste tu decisión hace doce años.

—Lo sé. No quiero arruinar nada. Solo… asegurarme de que está bien.

—¿Y qué harías si no lo estuviera? —Valeria la miró fijamente—. ¿Aparecer como la salvadora?

Marisol calló. ¿Qué podía responder?

—He tenido cáncer —confesó de pronto—. Me lo extirparon todo. No podré tener hijos. Y pensé…

—¿Que ahora podías acordarte del hijo que abandonaste? —terminó Valeria—. No, cariño. Así no funciona.

—¿Puedo ayudarles? ¿Con dinero?

—El dinero nunca sobra, pero no el tuyo. Adri y yo saldremos adelante. Como siempre.

Un ruido en la entrada anunció su llegada.

—Abu, ¡tengo hambre! —gritó Adrián desde la puerta.

—Lávate las manos, que en un momento está la comida —respondió Valeria, bajando la voz—. Y tú, vete. Y no vuelvas.

Marisol se levantó. Adrián apareció en la cocina, sonrosado por el frío, el pelo revuelto.

—¡Ah, tenemos visita! —dijo, sorprendido.

—Es… una conocida. Ya se va —dijo la abuela.

—Buenas tardes —saludó educadamente antes de ir al lavabo.

Marisol lo observó y comprendió: era feliz. Tenía una abuela que lo quería, amigos, pasiones. Ignoraba la verdad, y quizá era mejor así.

En la puerta, Valeria le entregó un papel:

—Aquí tienes el número de cuenta. Si te remuerde la conciencia, envía lo que puedas. Anónimamente. Y no vuelvas.

Marisol asintió y salió. En la calle, miró hacia las ventanas del piso. La luz de la cocina brillaba, tras las cortinas se adivinaban figuras.

Quizá no merecía llamarse madre, pero ayudaría a su hijo. Desde lejos, en secreto, pero lo haría.

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MagistrUm
No debe enterarse.