La bella Martina Soler decidió casarse. En la universidad, todos pensaban que la guapa compañera de clase sería la primera en saltar al altar.
Pero el elegido resultó ser su profesor, un doctor en filología con décadas de matrimonio a cuestas. Pero, ¿a quién le importa eso? Al menos solo había treinta años de diferencia: ¡nada del otro mundo!
—¡Te has empapado de tonterías en internet! —rugía la abuela de Martina—. ¡Mira lo que se te ocurre, es más viejo que tu padre!
—¿Y qué? —replicaba la nieta, halagada por la atención del profesor—. ¡Ahora está de moda!
—¡Exacto, moda! ¿Por qué no te tatúas también la cara? ¡Pon «tonta» en la frente a lo grande, te quedará genial!
—¡Y lo haré! —se reía Martina—. Mañana mismo, justo para la boda.
«Dios mío, esta generación está perdida», pensaba con tristeza Carmen García, observando a la joven girar frente al espejo. «No queda nada sagrado».
—¡Has ido a su casa, tomado el té con su esposa! —intentaba apelar a su conciencia—. ¿No te da vergüenza?
—¿Por qué iba a darme vergüenza? ¿Acaso es culpa mía que se enamorara de mí? Iba a ayudarme con la tesis, como es normal.
—¡Claro, la tesis! ¿Y saltaste directamente a su cama? ¡Matrimonial, por cierto!
—Eres un carca, abuela —concluyó Martina—. ¡Vives en el pasado! ¡Ahora toca innovar!
—¿Acostarte con un hombre casado es innovar? ¡Eso tiene otro nombre! —elevó la voz Carmen—. ¡Y no me digas que lo amas, porque no te lo creo ni yo!
Martina resopló y se encerró en su cuarto. Al día siguiente, el profesor la invitó como acompañante al aniversario de un colega. Sería su primera aparición pública juntos: todo tiene un principio.
Ya vivían juntos en un piso alquilado. Él había dejado a su esposa y empezado el divorcio. Ahora, Martina buscaba el vestido perfecto para la ocasión.
En el café, la facultad enmudeció al ver a la radiante Martina junto al calvo Don Gonzalo. Sobre todo las esposas, amigas de su ex, Luisa.
Las señoras se miraron entre sí: «Vaya numerito, Gonzalo. ¿Será su hija?». Pero Martina dejó claro el asunto: sonrisa pícara y mano en el muslo del profesor. Demasiado atrevido para una hija.
Él, feliz, no notaba nada. Había perdido la cabeza por amor. Sabía que estaba mal, que traicionaba, pero todo ocurría como bajo un hechizo.
En la pista de baile, se movían al ritmo de la música. El vestido corto de Martina revoloteaba, insinuando más de lo debido. Las miradas se tornaron incómodas.
—¿Qué piensas hacer con ella? —le espetó un colega—. ¿Enseñarle la vida o las tradiciones familiares?
—¿Cómo? —Gonzalo esperaba elogios, no reproches.
—Es tonta como un poste. ¿Y por eso dejaste a Luisa?
«Envidia», pensó él. Sus mujeres ya no eran frescas, pero él tenía un melocotón maduro.
La música aceleró. Martina y el hijo del homenajeado bailaban demasiado cerca. Las miradas se volvieron dagas. Era hora de irse.
—¡Quiero bailar! —protestó Martina al ser arrastrada fuera.
En casa, a Gonzalo le asaltó una duda: ¿se había apresurado? Luisa jamás habría actuado así.
Pero ya era tarde. Lo había confesado todo: «Me enamoré, me voy. Todo es tuyo». Luisa, discreta, lo dejó ir.
Los días pasaron. Martina, recién graduada, esperaba en casa. Él, exhausto, debía cumplir con salidas, patinaje sobre hielo… ¡A sus cincuenta años!
Cada noche, sudoroso, pensaba en Luisa. El divorcio estaba cerca. Sus hijos lo habían borrado. Al principio, no le importó.
Dos días antes del divorcio, Martina desapareció. Solo un SMS: «Me voy con Adrián. Perdón». El hijo del colega, treintañero, experto en IA.
Gonzalo se hundió en el sofá. El boomerang había regresado. Justicia poética.
«Al menos no compré el traje de boda», pensó. Y, de pronto, un alivio: ¡nunca más tendría que ponerse unos patines!
Llamó a Luisa.
—¿Puedo pasar?
—¿Por tus cosas? Las preparo.
—No. Quiero volver.
—No hace falta.
—Te amo solo a ti.
—Gonzalo, no digas tonterías —citó ella, y colgó.
La vergüenza lo inundó. «Menos mal que no hay que patinar hoy», pensó, bostezando. Se dejó caer en el sofá.
Con Luisa, se reconciliaría. Seguro.
Sonrió, cerró los ojos y se sumió en el sueño. Qué placer… ¡Al diablo con el amor!