En una tarde de otoño en el pequeño pueblo de Valdelinares, la plaza del mercado bullía con su ambiente habitual—vendedores anunciando ofertas, una campanilla de viento tintineando en un puesto de artesanía, hojas revoloteando en espirales juguetonas sobre los adoquines. Flotaba en el aire el dulce aroma de manzanas del puesto de frutas y el calor mantecoso de pasteles recién horneados. En Valdelinares, todos se conocían. Tenían sus melocotones favoritos, sus bromas sobre el tiempo y su rincón preferido en el muro de piedra, donde la sombra del viejo reloj dividía la plaza al caer la tarde.
Diego tenía diez años y nada de aquello le pertenecía.
Se movía por los bordes con el sigilo de quien ha aprendido la diferencia entre ser invisible y ser ignorado. Invisible era una habilidad; ignorado, un peligro. Apretaba su chaqueta delgada y no apartaba la vista de su objetivo: el cajón del tendero donde descansaban los cartones de leche bajo el sol débil. Había visto a la mujer comprar uno—lo guardó en su bolsa de tela con bordados de enredaderas—mientras charlaba con la florista sobre los crisantemos.
Ella era mayor, con elegancia, pelo plateado corto, un abrigo de lana azul claro y guantes de un blanco cremoso. Su voz era serena y parecía suavizar el aire a su alrededor. La llamaban Doña Carmen Álvarez. Algunos añadían “la de la casa grande tras el Puente del Roble” o “descendiente de los fundadores del molino” o “generosa con la gala del hospital”. Para la mayoría, era una institución—como la biblioteca o el campanario o el roble que se teñía de rojo cada octubre. Para Diego, en los próximos tres minutos, sería simplemente la mujer que tenía leche.
Lucía la necesitaba. Lucía tenía un año. No lloraba fuerte; emitía sonidos de pajarillo que se le clavaban a Diego bajo la piel y lo partían por dentro. La había dejado envuelta en una manta y su jersey de repuesto, escondida en el rincón del lavadero del hostal abandonado, donde las secadoras mantenían el calor incluso apagadas. Sólo estaría fuera cinco minutos, siete como mucho.
El plan era sencillo. La bolsa colgaba baja del brazo de la mujer. El callejón junto al puesto de flores formaba un pasillo estrecho, oculto de las miradas. Podría rozarla, sacar el cartón y desaparecer antes de que nadie se diera cuenta.
El mundo se redujo a un latido. Contó: uno, dos, tres—
Diego se movió.
Su mano se deslizó entre la bolsa y el codo de la mujer con destreza. El borde frío del cartón rozó su palma; tiró y giró en un movimiento fluido—
Pero la mujer también giró—quizá para admirar un ramo de crisantemos—y el asa de la bolsa se enganchó un instante en su muñeca. La tela cedió, el cartón rozó la costura y el crujido del papel sonó como un grito.
“Perdona,” dijo la mujer, sin aspereza—sólo sorprendida.
Diego no miró atrás. Corrió callejón abajo, pasando los manteles doblados, las cajas de claveles, un hombre cargando calabazas en un coche. El cartón golpeaba contra sus costillas. Corría con la habilidad de quien sabe esquivar miradas—izquierda en la librería, derecha en la farola, un giro tras el tablón de anuncios lleno de folletos de canguros.
Al final del callejón, se detuvo. Esperó en la sombra de las pacas de heno, respiró hondo y escuchó.
Nada.
Volvían los sonidos de la plaza—las voces, las risas, la campanilla—sin alterarse. Apretó el cartón contra el pecho. Pesaba más de lo esperado. Olía a lo que quizá hubiera olido su hogar, si hubiera tenido uno—limpio, suave, bueno.
Caminó rápido. Correr llamaba la atención. Caminar, la gente asumía. Un niño con un recado. Un niño sin rumbo. Un niño con prisa por llegar al fútbol. Sostenía el cartón como si fuera suyo y dobló por la Calle del Fresno, pasando una vaya descascarillada y un dibujo de tiza: un sol sonriente sobre una casa torcida.
Detrás, a una distancia prudente, Carmen Álvarez lo seguía.
No había drama en ello. No pidió ayuda ni llamó a la guardia civil (en Valdelinares sólo estaba el agente Julián, que se ocupaba de desenredar rutas de desfiles y rescatar gatos). Ni siquiera caminaba especialmente rápido. Simplemente recogió su bolsa, dejó los crisantemos con la florista—”Guárdamelos, ¿quieres?”—y siguió al niño que le había robado la leche.
Más tarde, no supo explicar por qué lo hizo. Quizá fue el temblor de su mano al rozar la tela. Quizá que no corriera como un ladrón, sino como un mensajero con algo urgente y frágil como un latido. Quizá el destello plateado en su cuello al girar, y cómo algo en su propio pecho—absurda, inexplicablemente—le respondió.
Diego cruzó el Puente del Roble, donde el pueblo se dispersaba en casas antiguas y una hilera de encinas que retenían sus hojas hasta tarde. Bord