**Una habitación para tres**
María del Carmen López contemplaba el papel de realojo con la misma cara que si le hubieran entregado una sentencia de muerte. Una pequeña habitación en la residencia del instituto sería su nuevo hogar tras cuarenta años viviendo en su propio piso. Y no cualquier habitación, sino una compartida con otras dos profesoras.
—¿Y dónde voy a meter todas mis cosas? —suspiró, dirigiéndose al conserje, Manuel, un hombre afable con un bigote gris tan espeso que parecía un cepillo.
—María del Carmen, mi alma, ¿qué le vamos a hacer? —se encogió de hombros—. La residencia está que revienta, la reforma del ala de profesores se ha alargado. Ya lo ve: el techo gotea, los cables son antiguos. Los albañiles prometen terminar para finales de septiembre. Mientras, dirección ha decidido que se una a Luisa Fernández y a Teresa Jiménez.
María del Carmen negó con la cabeza. A sus cincuenta y siete años, no pensó que volvería a compartir piso. Tras el divorcio, el apartamento se lo quedó su exmarido —él tenía el empadronamiento más antiguo—. A ella solo le quedó su trabajo: dar clases de literatura en un instituto de provincias. Con su sueldo apenas llegaba para alquilar algo decente, así que cuando el director le ofreció la habitación en la residencia, no tuvo opción.
—Tenga las llaves —dijo Manuel, entregándole un llavero—. Tercera planta, habitación 312. Luisa y Teresa ya saben que llega usted hoy.
Con el corazón encogido, María del Carmen cogió el equipaje —una maleta con lo imprescindible, el resto lo guardaba una vecina— y se dirigió al ascensor.
La habitación no era tan pequeña como temía. Muebles sólidos de los tiempos de Franco: tres camas, tres mesillas, un armario grande y un escritorio junto a la ventana. Dos camas ya estaban ocupadas, con colchas distintas: una azul con flores, otra burdeos con borlas.
—¿Usted es María del Carmen? —sonó una voz a sus espaldas.
En la puerta había una mujer mayor, pelo canoso perfectamente peinado, gafas de montura fina y un traje impecable que gritaba «profesora con décadas de experiencia».
—Sí —respondió María del Carmen, tendiendo la mano—. ¿Y usted…?
—Teresa Jiménez, matemáticas. Treinta y dos años en este instituto —el apretón de manos fue rápido y seco—. Su cama es la de la ventana. El armario lo dividiremos en tres: a usted le toca la parte izquierda. El horario de duchas está en la puerta; no llegue tarde, que el agua caliente va por turnos.
María del Carmen asintió, sintiéndose como una alumna de primero.
—¿Y Luisa?
—Hoy le toca supervisar el comedor —Teresa frunció los labios—. Es la profesora de química. Una mujer… peculiar. Le gusta escuchar la radio a todo volumen por las mañanas y secar hierbas. El olor lo impregna todo.
«Allá vamos», pensó María del Carmen mientras deshacía la maleta. Convivir con dos mujeres de su edad, cada una con sus manías, no sería fácil.
A Luisa la conoció por la tarde. Una mujer entrada en carnes, pelirroja teñida y llena de energía, entró como un huracán con bolsas llenas de manzanas.
—¡Chicas, mirad lo que traigo! ¡Del huerto de mi hermano! —al ver a María del Carmen, exclamó—: ¡Ay, ya estás aquí! ¡Luisa Fernández, encantada!
Le estrechó la mano con tanta fuerza que casi la zarandeó.
—¿Quieres una manzana?
—Gracias —María del Carmen aceptó por educación, aunque no tenía hambre—. Mucho gusto.
—Luisa, quita tus hierbas del alféizar —intervino Teresa—. Ahora somos tres, el espacio es limitado.
—Teresita, no seas amargada —Luisa hizo un gesto brusco con la mano—. ¡Hay sitio de sobra! María del Carmen, tú das literatura, ¿no? ¡He oído que escribes poemas en clase!
María se ruborizó:
—A veces, para hacer las clases más amenas…
—¡Qué maravilla! —Luisa alzó las manos, llenas de pequeñas quemaduras—. ¿Ves? Secuelas de la química. ¡Pero así mis alumnos aprenden que esta ciencia no perdona!
Teresa resopló y abrió un libro grueso con énfasis. Para ella, el silencio y el orden eran sagrados.
—¿Un té, chicas? —propuso Luisa, sacando una pequeña cafetera eléctrica.
—No, gracias —dijo Teresa sin levantar la vista—. Tengo que corregir exámenes.
Para su sorpresa, María del Carmen aceptó:
—Sí, me apetece.
Mientras tomaban el té, Luisa habló de su huerto, de sus nietos, de cómo el director del instituto había sido su alumno. Hablaba sin parar, pero de un modo tan cálido que María del Carmen sintió que la tensión del día se disipaba.
—¿Cuánto lleváis aquí? —preguntó.
—Tres años —suspiró Luisa—. Mi hija y su marido alquilan un piso minúsculo, no cabemos todos. Pero no me quejo, los jóvenes necesitan su espacio. Los fines de semana voy al huerto, es mi terapia. Y Teresita —bajó la voz— lleva siete. Su marido falleció, y el piso se lo dio a su hijo: se fue a Madrid a estudiar, se casó, llegaron los nietos…
Teresa no levantó la vista de los exámenes, pero la rigidez de su espalda delataba que escuchaba cada palabra.
La primera noche fue agitada. María del Carmen dio vueltas en la cama nueva. Teresa roncaba suavemente, y Luisa hablaba dormida. Las paredes eran tan finas que se oía a los estudiantes correteando por el pasillo.
Por la mañana, la radio de Luisa despertó a todo el mundo.
—¡Buenos días, compañeras! —canturreó, sirviendo el té.
Teresa frunció el ceño:
—Luisa, baja el volumen, por favor.
—¡Ay, perdón! —disminuyó el sonido—. Es que me gusta empezar el día con energía. María del Carmen, ¿tienes clase a primera hora?
—A segunda —respondió, intentando peinarse frente a un espejo minúsculo.
—¡Pues hay tiempo para desayunar bien! ¡Hoy hay tortitas en el comedor!
La primera semana fue de adaptación: colas para la ducha, negociar el espacio, coordinar horarios. Teresa era meticulosa: las toallas debían colgarse por tamaño, los zapatos alineados. Luisa, en cambio, era un torbellino: sus cosas aparecían por toda la habitación, y el escritorio siempre estaba lleno de frascos con infusiones.
Una tarde, Luisa irrumpió en la habitación, alterada:
—¡Chicas, tragedia! ¡Se me rompieron las probetas! Han cerrado el laboratorio. ¡El director está que echa chispas!
Teresa alzó las gafas:
—Te lo dije: no guardes reactivos en cualquier sitio.
—¡No es culpa mía si el material es del siglo pasado! —exclamó Luisa—. Nos van a quitar la paga extra, seguro.
—No lo harán —dijo María del Carmen—. Llamaré a mi amigo de la consejería. A lo mejor consigo fondos para repararlo.
Luisa la miró con esperanza:
—¿En serio? ¡Sería un alivio! Con lo que cuesta llegar a fin de mes… Sobre todo con los nietos, que siempre piden cosas.
Hasta Teresa se suavizó:
—Si puedes ayudarnos, sería estupendo. Este instituto está hecho unosUn mes después, mientras compartían otro té y reían de las anécdotas del día, María del Carmen se dio cuenta de que aquella habitación, que al principio le había parecido un castigo, se había convertido en su hogar más cálido, donde no solo se compartía espacio, sino también la vida.