La conmovedora historia de una abuela

*Diario personal*

Ay, hijos míos, sentaos, que os voy a contar una historia que me contó mi compañera de habitación aquí en la residencia de ancianos. A mí, vieja como estoy, me trajeron aquí la familia, así que ahora no hago más que escuchar historias y contároslas a vosotros. Pues bien, escuchad lo que le pasó a Arturo y a su prometida Lina.

Vivía Arturo, un joven que, tras la universidad, se quedó en la capital. La ciudad era bulliciosa, llena de luces, la vida rápida como un torbellino. Consiguió un buen trabajo, alquiló un piso con vistas al parque, todo le iba sobre ruedas. Sus padres, gente sencilla del campo, vivían en un pueblo donde el tiempo parecía haberse detenido. Huerta, gallinas, televisor viejo… ya sabéis, como antes. Arturo apenas llamaba, siempre ocupado, sin tiempo ni fuerzas.

Hasta que un día, dos años después, decidió visitarlos. No solo, sino con Lina, su novia. «Mamá, papá, esta es Lina, mi amor, mi futuro», dijo. Abrió la puerta, y allí estaba ella: alta, esbelta, pelo verde como hierba primaveral, tatuajes en el cuello y brazos, maquillaje llamativo, como de otro planeta. Chaqueta de cuero, vaqueros rotos, botas pesadas… Nada que ver con lo que en el pueblo estaban acostumbrados.

El padre de Arturo se levantó de la silla, pálido como si hubiera visto un fantasma. La madre se tapó la boca con la mano, conteniendo un grito.

«Buenas tardes», dijo Lina con suavidad, dando un paso adelante.

La madre retrocedió como si Lina fuera algo terrorífico. El padre preguntó: «¿Es una broma, Arturo? ¿Esta es tu prometida?».

«¡Sí!», contestó él con firmeza. «Nos queremos. ¿Qué demonios os pasa?».

La madre no pudo contenerse: «¡Mírala! ¡Parece una vagabunda! ¿Qué dirán los vecinos? ¿Y la abuela? ¡Le dará un infarto!».

Lina bajó la mirada, los dedos le temblaban, pero no lloró. Su dolor era antiguo, familiar. Arturo le dijo: «¡Vivimos en 2025! Es artista, trabaja con niños, ayuda en un refugio de animales. Tiene el alma más bondadosa que conozco. ¿Y vosotros la juzgáis por su apariencia?».

La madre se sentó, agotada. El padre salió al patio en silencio. El aire se quedó tenso. Arturo susurró: «Perdón, Lina, no pensé que sería así…».

Pero ella levantó la cabeza con orgullo: «Lo entiendo. Mi familia tampoco me aceptó. Pero me reconstruí sola. Si tus padres quieren conocerme, estaré aquí».

Le tomó la mano: «Vámonos a casa».

Afuera empezó a llover, una llovizna cálida, como lágrimas limpiadoras. El viaje fue silencioso; Arturo apretaba el volante con furia. La culpa le quemaba. Lina miraba por la ventana, serena, pero con cansancio en los ojos.

«Perdona», dijo él. «Pensé que al menos intentarían entenderte».

Ella sonrió. «Arturo, ese es su miedo, no el mío. Tú me elegiste. Eso es lo único que importa».

Pasaron días. Su vida seguía: café por las mañanas, trabajo, el taller de Lina, noches junto a la chimenea. Arturo intentaba olvidar aquella visita. Hasta que una noche, tocaron a la puerta. Era su madre, con una bolsa de empanadillas.

«Hola, hijo. ¿Puedo entrar? Quiero hablar».

Lina salió de la cocina y se qued

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