12 años sin hablar con mi padre: hasta que recibí una postal con una sola palabra…

No había hablado con su padre en doce años. Hace poco, recibió una postal con una sola palabra…

Doce años atrás. Javier tenía veintidós. Acababa de terminar Derecho.
Una palabra lo cambió todo. «Perdón». Una palabra mágica, como la llave de un candado encantado.
El perdón da una segunda oportunidad. El amor, la fuerza para aprovecharla.

La pintura bajo sus uñas no salía. Javier se frotaba las manos con jabón, como si quisiera borrar la memoria. En vano.
El agua estaba fría. Quemaba de frío. Como aquel día, doce años atrás.

El cartero trajo la postal por la mañana. Estaba sobre la mesa, como una bomba de relojería. Javier temía incluso tocarla.
La letra de su padre. Familiar. Pulcra, como si trazara una sentencia.
En el dorso, una sola palabra: «Perdón».
Nada más.

Doce años atrás. Javier tenía veintidós. Recién licenciado.
Su padre estaba en el despacho, revisando documentos. Alzó la vista al verlo.
—Mañana tienes cita con don Alfonso Martínez —dijo—. A las nueve.

Alfonso Martínez. Socio de su padre. Abogado de renombre.
—Papá, tenemos que hablar.
Su padre dejó los papeles. Lo miró con atención. Frunció el ceño, como si lo presintiera.
—Dime.

—No iré a ver a don Alfonso.
Silencio. Largo. Un zumbido en los oídos.
—No entiendo —respondió su padre, lento.
—No quiero ser abogado.
Las palabras flotaron en el aire. Pesadas, como piedras.

Su padre se levantó. Se acercó a la ventana. Le dio la espalda.
—¿Y qué quieres ser?
—Pintor.
Su padre se giró. Sorpresa en su rostro. Luego, ira.
—¿Pintor? —repitió—. ¿Estás de broma?
—No. Lo digo en serio.
Javier recordaba cada palabra. Cada tono.
—Cinco años estudiando Derecho —masculló su padre—. ¡Cinco años!
—Lo hice por ti —respondió Javier—. No por mí.
—¡Por la familia! ¡Por tu futuro!
Su padre paseaba por el despacho. Manos a la espalda. Rostro enrojecido, como tras una carrera.
—Los pintores pasan hambre —rezongó—. Se mueren en la miseria.
—No todos.
—La mayoría. Y tú no eres la excepción.
Javier sacó una carpeta de su mochila. Dibujos. Sus obras.
—Míralos —dijo.
Su padre la tomó. Los revisó lentamente. Su rostro era impasible.
Javier esperaba. Esperanzado. Quizá lo entendería. Lo sentiría.
—Un hobby —declaró al fin su padre—. Un buen hobby.
—No es un hobby. Es mi vida.
Su padre cerró la carpeta. La dejó sobre la mesa, como si la tirara a la basura.
—Tu vida es el Derecho —afirmó—. Lo demás, tonterías.

Javier miraba la postal. La giraba entre sus manos. Cartulina gruesa, de calidad.
En el anverso, una reproducción. Van Gogh. «La noche estrellada».
¿Ironía? ¿Reconocimiento? Su padre eligió una postal que simbolizaba la verdad de su hijo.
¿O simple casualidad?

Javier la colocó en la estantería. Junto a una foto. Él y su padre pescando.
Tenía diez años. Su padre, joven, feliz. Aún no quebrado por futuras decepciones.
¿Cuándo se rompió todo? ¿Cuándo se volvió tan duro?
Tras la muerte de su madre. Sí, fue entonces. Javier tenía catorce.
Su padre se encerró en sí mismo. Se hundió en el trabajo. Se volvió exigente, como si quisiera controlar lo incontrolable.
—Mamá lo habría entendido —dijo Javier entonces—. A ella le encantaba el arte.
Error. Grave error.
Su padre palideció. Apretó los puños.
—¡No te atrevas! —gritó—. ¡No la nombres!
—¡Pero es la verdad!
—¡La verdad es que eres un egoísta! ¡Solo piensas en ti!

Esa conversación fue imborrable. Duró dos horas. Gritos. Acusaciones. Palabras como cuchillos.
—Eres una decepción —dijo su padre—. Una decepción total.
—Y tú un déspota —replicó Javier—. No un padre, un déspota.
Su padre abrió la puerta.
—Vete —murmuró—. Y no vuelvas.
—Papá…
—¡Vete! ¡Ahora!

Javier recogió sus cosas. Sus manos temblaban. En su pecho, un vacío, como si le arrancaran el corazón.
Su padre estaba en el pasillo. Miraba la pared. Ni siquiera lo siguió con la mirada.
—Papá… —intentó Javier de nuevo.
Silencio. Ningún sonido. Solo quietud. Como una estatua.

Javier salió. La puerta se cerró tras él. Para siempre.
No volvieron a hablar. Doce años.

Javier tomó el móvil. Marcó el número de su padre. Su dedo se detuvo antes de llamar. ¿Qué decir? ¿«Hola»? ¿Tras doce años de silencio?
Dejó el teléfono. Se acercó al caballete. Retiró la tela.
El cuadro casi terminado. Un retrato de su padre. Lo pintó de memoria. Le llevó un año.
El rostro, sereno, pero los ojos, tristes. Solitarios, como los de un niño perdido.
Así lo recordaba. No airado. No cruel. Solo confundido.

Tomó el pincel. Añadió sombras alrededor de los ojos. Las arrugas. El tiempo no perdona.
¿Cómo estaría ahora? Quizá canoso. Quizá encorvado.
Tenía ya sesenta y ocho. La edad en que uno mira atrás y hace balance. Se arrepiente de lo hecho. Y de lo no intentado.

Esa noche no durmió. Pensaba. Su padre no era un villano. Solo un hombre con miedos. Perdió a su esposa, temió perder a su hijo. Al intentar controlar a Javier, buscaba controlar su propia impotencia. En vano, pero comprensible.
Javier tampoco fue inocente. Fue duro. Terco. No intentó entender a su padre.
Al final, ambos sufrieron. Doce años como perlas desperdigadas. Invaluables.

Por la mañana, se vistió. Tomó el cuadro.
—¿Adónde vas? —preguntó su mujer, adormilada.
—A ver a mi padre.
Ella asintió. Como si lo esperara.
—Suerte —dijo, besándole la mejilla—. Con cariño.

La casa no había cambiado. La misma verja, las mismas ventanas. Pero parecía más pequeña, encogida por la soledad.
Javier estaba ante la puerta. Su corazón latía como el de un escolar en un examen. Las palmas sudaban.
Tocó el timbre. La melodía, familiar. De su infancia.
Pasos en el recibidor. Lentos. Cautelosos.

La puerta se abrió. Su padre. Envejecido. Canoso. Pero los ojos eran los mismos.
Lo miró como a un fantasma. Sin creerlo.
—¿Javier? —susurró.
—Hola, papá.

Se quedaron en silencio. Mirándose. El tiempo se detuvo.
—Pasa —dijo al fin su padre. Su voz, temblorosa.

Javier entró. En el aire, el olor de los perfumes de su madre. Nada había cambiado.
En las paredes del salón, colgaban sus dibujos infantiles. Inocentes, pero queridos.
—¿Los guardaste? —

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12 años sin hablar con mi padre: hasta que recibí una postal con una sola palabra…