—¡Por fin podré comer algo decente, no tus bazofias! —siseó el hombre junto al bufé. Pero mi respuesta, servida en su plato, lo dejó pálido.
Los que llevan años casados lo saben: hay dos tipos de maridos. Unos se comen todo lo que les pongas delante y hasta dan las gracias. Y otros, como mi Borja. Para él, cada plato que preparo es una invitación a criticar.
Treinta años juntos, y siempre lo mismo: “Otra vez has puesto mucha sal en la sopa”, “Las patatas están crudas”, “Las albóndigas de mi madre sí que eran esponjosas, no como tus suelas de zapato”. ¡Un auténtico encanto!
La verdad, ya empezaba a pensar que se me daba fatal lo de cocinar. ¡Y eso que me esforzaba, chicas! Compraba libros de recetas, veía programas de cocina.
Le preparé de todo: desde juliana en cazuelitas hasta pato con manzanas en Navidad, cociné durante horas un cocido madrileño… Y él, con esa cara de vinagre y comparándome siempre con su difunta madre.
En los últimos años, vino otro problema. El sobrepeso de Borja le trajo problemas de salud: la tensión por las nubes, colesterol disparado.
El médico, un señor mayor y serio, le dijo claramente: “Borja, si tienes otro susto así, puede que no te levantes. Nada de fritos, grasas ni sal. Dieta estricta, no hay otra”. ¿Y quién creéis que vigilaba esa dieta? Exacto, yo.
Cocinaba al vapor, estofados sin aceite, sal en el plato… Y él, refunfuñando, diciendo que lo mataba de hambre con “hierbas”. ¡Qué paciencia hay que tener!
Cuando reservamos unas vacaciones en un hotel “todo incluido”, suspiré aliviada. Por fin descansaría, tanto de los fogones como de sus quejas. Que comiera lo que quisiera, a ver si así entendía que la comida de restaurante no siempre es mejor que la casera. ¡Qué equivocada estaba!
Desde el primer día, las vacaciones se convirtieron en un infierno gastronómico. Al ver el bufé, Borja perdió la cabeza. Se paseaba entre los platos como un buitre.
Su plato parecía una obra de arte: arroz caldoso en la base, pinchitos morunos encima, ensaladilla rusa al lado y, rematando, un trozo de pizza.
Yo, con cuidado, le recordaba:
—Borja, el médico te advirtió… la tensión… ¿recuerdas el susto del mes pasado?
Pero él solo me apartaba con la mano:
—¡Déjame en paz, mujer! ¡Estoy de vacaciones! He pagado para comer lo que me apetezca. ¡Por fin descanso de tus bazofias dietéticas!
Y ahí estaba él, enfrente, masticando con ese ruido que escuchaba toda la sala, devorando todo lo que pillaba mientras yo picoteaba una hoja de lechuga, sintiéndome como su cuidadora. Entre risas y lágrimas.
Así pasaron los días. Él comía, yo callaba. Él alababa a los cocineros, yo callaba. Le contaba a nuestro hijo por teléfono cómo se “desquitaba de años de privaciones”, mientras yo apretaba los dientes. Pero una noche, se me acabó la paciencia.
Cenábamos. Yo me serví unas verduras y un poco de pechuga de pollo. Él, como siempre, se apiló un monte de comida con solo ver el cual se me revolvió el estómago.
Saboreando un trozo de cordero grasiento, cerró los ojos de placer y, con la boca llena, soltó:
—¡Esto sí que es comida! Jugosa, sabrosa, como Dios manda. ¡Por fin algo decente, no tus bazofias insípidas!
Chicas, casi se me cae el tenedor. ¡Treinta años entre fogones, preocupándome por su dieta, y lo único que recibo es “bazofia”!
Toda la rabia acumulada estalló como una ola. Respiré hondo y pensé: “¿Ah, sí? ¿Quieres ‘comida decente’? Pues la tendrás. De la que no olvidarás en la vida”.
La noche siguiente, bajé a cenar con una sonrisa de felino al acecho. Borja, inocente, ya estaba escogiendo platos en el bufé. Me acerqué y le dije con dulzura:
—Borjita, siéntate, descansa. Hoy me ocupo yo de ti. Al fin y al cabo, eres mi marido, tengo que mimarte.
Me miró sorprendido, pero obedeció. Yo agarré el plato más grande y empecé el espectáculo.
Puse tres costillas grasientas, fritas hasta crujir. Añadí una montaña de patatas bravas, ensaladilla rusa, zanahorias aliñadas, alitas picantes y salchichas en masa. Y, para rematar, lo bañé todo en ketchup, salsa de queso y mostaza.
El cocinero me miró como si estuviera loca. Seguro pensó que iba a alimentar a una tribu entera.
Yo, como la Madre Teresa, llevé con solemnidad esa “obra maestra grasienta” a nuestra mesa y la dejé delante de Borja.
—Come, cariño, no te cortes. Todo lo más rico, para ti. ¿Querías comida decente? ¡Aquí la tienes! ¡Buen provecho, amor mío!
Lo dije alto, para que todos lo oyeran. La gente se giró. Algunos rieron; una señora cerca asintió con complicidad. Borja palideció primero, luego se sonrojó. En mis ojos vio no cariño, sino hielo. Y lo entendió: esto no era un mimo, era una condena.
—¿Qué… qué haces? —susurró.
—¿Pasa algo, cariño? ¿No te gusta? —respondí con voz melosa—. Pero si es “comida decente”, como dijiste tú. Vamos, que me he esmerado.
Se quedó helado. No podía montar un escándalo, porque yo “me preocupaba” por él en público. Comérselo era un suicidio. Estaba atrapado.
Pasaron cinco minutos en silencio hasta que, al fin, apartó el plato con delicadeza. El resto de las vacaciones solo comió pechuga y verduras. Y a mí me miraba con miedo.
¿Qué os parece, chicos? ¿Habéis vivido algo así? ¡Contadme en los comentarios!