Hacía doce años que no hablaba con su padre: hace poco, recibió una postal con una sola palabra…
Doce años atrás. Andrés tenía veintidós. Acababa de terminar la carrera de Derecho.
Una palabra lo cambió todo. «Perdón». Una palabra mágica, como la llave de un candado encantado.
El perdón ofrece una segunda oportunidad. El amor, la fuerza para aprovecharla.
La pintura bajo sus uñas no salía. Andrés se frotaba las manos con jabón, como si quisiera borrar la memoria. En vano.
El agua estaba fría. Quemaba de frío. Como aquel día, doce años atrás.
El cartero trajo la postal por la mañana. Estaba sobre la mesa, como una bomba de relojería. Andrés temía incluso tocarla.
La letra de su padre. Familiar. Pulcra, como si escribiera una sentencia.
En el reverso, una única palabra. «Perdón».
Nada más.
—
Doce años atrás. Andrés tenía veintidós. Recién licenciado en Derecho.
Su padre estaba en el despacho. Revisaba documentos. Alzó la vista al ver a su hijo.
—Mañana te espera Vicente Martínez —dijo—. A las nueve.
Vicente Martínez. El socio de su padre. Un abogado reconocido.
—Papá, necesitamos hablar.
Su padre dejó los papeles. Lo miró fijamente. Frunció el ceño, como si lo presintiera.
—Dime.
—No iré a ver a Vicente Martínez.
Un silencio largo. El zumbido del vacío en los oídos.
—No entiendo —dijo su padre, lentamente.
—No quiero ser abogado.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire. Pesadas como piedras.
Su padre se levantó. Se acercó a la ventana. Le dio la espalda.
—¿Y qué quieres ser?
—Pintor.
Su padre se volvió. Primero, sorpresa. Luego, ira.
—¿Pintor? —repitió—. ¿Estás bromeando?
—No. Lo digo en serio.
Andrés recordaba cada palabra de aquella conversación. Cada tono.
—Cinco años estudiando Derecho —masculló su padre—. ¡Cinco años!
—Lo hice por ti —respondió Andrés—. No por mí.
—¡Por la familia! ¡Por tu futuro!
Su padre paseaba por el despacho. Las manos tras la espalda. El rostro enrojecido, como después de correr.
—Los pintores pasan hambre —murmuraba—. Mueren en la miseria.
—No todos.
—La mayoría. Y tú no eres la excepción.
Andrés sacó una carpeta de su mochila. Dibujos. Sus obras.
—Mira —dijo.
Su padre tomó la carpeta. Pasó las hojas lentamente. Su rostro no delataba nada.
Andrés esperó. Esperanzado. Quizás lo entendería. Lo sentiría.
—Un hobby —dijo al fin su padre—. Un buen hobby.
—No es un hobby. Es mi vida.
Su padre cerró la carpeta. La dejó sobre la mesa, como si la tirara a la basura.
—Tu vida es el Derecho —afirmó con firmeza—. Lo demás son tonterías.
—
Andrés contemplaba la postal. La giraba entre sus manos. Cartón grueso, de calidad.
En el anverso, una reproducción. Van Gogh. «La noche estrellada».
¿Ironía? ¿Reconocimiento? Su padre había elegido una postal con el cuadro que simbolizaba la verdad de su hijo.
¿O simple casualidad?
Andrés colocó la postal en la estantería. Junto a una fotografía. Él y su padre pescando.
Tenía diez años. Su padre, joven, feliz. Aún no quebrado por los futuros desengaños.
¿Cuándo se rompió todo? ¿Cuándo se volvió tan duro?
Tras la muerte de su madre. Sí, entonces. Andrés tenía catorce.
Su padre se encerró. Se hundió en el trabajo. Se volvió exigente, como si pretendiera controlar lo incontrolable.
—Mamá lo habría entendido —dijo Andrés entonces—. A ella le encantaba el arte.
Un error. Un error terrible.
Su padre palideció. Apretó los puños.
—¡No te atrevas! —gritó—. ¡No te atrevas a mencionarla!
—¡Pero es la verdad!
—¡La verdad es que eres un egoísta! ¡Solo piensas en ti mismo!
Aquella discusión fue inolvidable. Duró dos horas. Gritos. Acusaciones. Palabras como cuchillos.
—Eres una decepción —dijo su padre—. Una decepción absoluta.
—Y tú un déspota —replicó Andrés—. No un padre, un déspota.
Su padre se acercó a la puerta. La abrió de golpe.
—Vete —dijo en voz baja—. Y no vuelvas.
—Papá…
—¡Vete! ¡Ahora!
Andrés recogió sus cosas. Sus manos temblaban. En su pecho, un vacío, como si le hubieran arrancado el corazón.
Su padre estaba en el pasillo. Miraba la pared. Ni siquiera lo siguió con la mirada.
—Papá… —intentó de nuevo Andrés.
Silencio. Ni un sonido. Solo quietud. Como una estatua.
Andrés salió. La puerta se cerró tras él. Para siempre.
Desde entonces, no hablaron. Doce años.
Andrés tomó el teléfono. Marcó el número de su padre. Su dedo se detuvo antes de llamar. ¿Qué decir? ¿«Hola»? ¿Después de doce años de silencio?
Dejó el móvil. Se acercó al caballete. Retiró la tela que cubría el lienzo.
El cuadro estaba casi terminado. Un retrato de su padre. Lo había pintado de memoria. Le había llevado un año.
El rostro, sereno, pero los ojos, tristes. Solitarios, como los de un niño perdido.
Así lo recordaba Andrés. No iracundo. No cruel. Sino desorientado.
Tomó el pincel. Añadió sombras alrededor de los ojos. Las arrugas. El tiempo no perdona.
¿Cómo estaría ahora? Quizás con canas. Quizás encorvado.
Ya tenía sesenta y ocho años. La edad en que uno mira atrás y hace balance. Se arrepiente de lo hecho. Y de lo no atrevido.
—
Esa noche, Andrés visitó a Marina. Su esposa estaba en el sillón, pintándose las uñas con concentración, como si realizara una cirugía.
—Llegó una postal —dijo él.
—¿De quién? —preguntó sin levantar la vista.
—De mi padre.
Marina se quedó inmóvil. El pincel suspendido en el aire.
—¿Qué decía?
—«Perdón».
Ella lo miró. En sus ojos, una cálida tristeza.
—¿Y ahora qué harás?
—No lo sé…
Marina dejó el esmalte, se acercó a Andrés. Lo abrazó. En silencio. Como un escudo contra el dolor.
—Está envejeciendo —susurró—. Empieza a entender lo que hizo.
—Es tarde.
—Nunca es tarde. Si hay amor.
Andrés apoyó la cabeza en su hombro. Ese hombro conocido, querido.
—¿Y si ya no lo hay?
—Lo hay. Si no, ¿para qué escribió?
—
Esa noche no durmió. Yació en la oscuridad, pensando. Su padre no era un villano. Solo un hombre con miedos. Perdió a su esposa, temió perder a su hijo. Intentando controlar a Andrés, pretendió controlar su propia impotencia. En vano, pero comprensible.
Andrés tampoco era inocente. Había sido duro. Obstinado. No intentó entender a su padre.
Al final, ambos sufrieron