**Diario de un hombre**
Solo a los cincuenta y cinco años entendí que lo más aterrador no es un piso vacío, sino una casa llena de personas para las que no significas nada.
—Otra vez compraste el pan equivocado —la voz de mi nuera, Laura, cortó el aire como un cuchillo mientras yo descargaba las bolsas en la cocina—. Te pedí sin levadura. Por quinta vez.
Cogió la barra de pan con desprecio, como si fuera algo repugnante.
—Laura, lo olvidé, perdona. Estaba distraída.
—Siempre estás distraída, Carmen. Y luego tenemos que comer esto. El pequeño Daniel podría tener alergia.
Dejó el pan sobre la encimera con expresión de superioridad, como si me hiciera un favor al no tirarlo a la basura.
Tragué saliva, ahogando el nudo en la garganta. Mi nieto, Daniel, tenía seis años y jamás había mostrado alergia al pan normal.
Mi hijo, Javier, asomó por la puerta.
—Mamá, ¿has visto mi jersey azul?
—Sí, Javier. Está en la lavadora. Ayer lo…
—¿Por qué? —me interrumpió—. ¡Iba a usarlo hoy! ¡Ay, mamá!
Se fue sin escuchar más, dejándome con ese “ay, mamá” que últimamente dolía más que una bofetada. Había lavado su ropa. Había cuidado de él. Y, una vez más, era la culpable.
Me dirigí lentamente a mi habitación, pasando por el salón donde Laura contaba por teléfono, en voz alta, que su “suegra está otra vez en sus cosas”. La risa al otro lado de la línea era igual de hiriente que sus palabras.
Mi cuarto era el único lugar seguro en esta casa, otrora acogedora, que ahora zumbaba como un enjambre.
Conversaciones constantes, gritos de niños, la tele siempre encendida, portazos. Ruido. Gente. Y una soledad desesperante.
Me senté al borde de la cama. Toda mi vida temí quedarme sola. Temí que mis hijos crecieran y se fueran, dejándome en habitaciones vacías. Qué tonta fui.
Solo a los cincuenta y cinco entendí que lo más aterrador no es un piso vacío, sino una casa llena de personas para las que eres invisible.
Eres un accesorio gratuito. Una función defectuosa. Sirves, limpias, cocinas, pero solo como ellos quieren. Un paso en falso y ya molestas, estorbas, sobres.
Esa noche lo intenté de nuevo. Javier estaba frente al portátil, frunciendo el ceño.
—Javier, ¿hablamos?
—Mamá, ¿no ves que estoy ocupado? —ni siquiera levantó la vista.
—Solo quería…
—Luego, ¿vale?
Pero ese “luego” nunca llegó. Ellos tenían su vida, sus planes, sus conversaciones. Y yo era… el decorado. Como un sofá viejo o una lámpara pasada de moda.
Llamaron a la puerta. Era Daniel.
—Abuela, léeme —me tendió un cuento.
Mi corazón latió con alegría. Ahí estaba, mi rayo de luz. El único que…
—¡Daniel! —Laura apareció en el umbral—. ¡Te dije que no molestaras a la abuela! Vamos, es tu hora de tablet.
Me arrebató el libro y se lo llevó de la mano.
Me quedé sentada, mirando la puerta cerrada. Y en ese momento lo entendí: ya no podía ser solo un fondo. Algo tenía que cambiar.
La decisión no llegó de golpe. Maduró en mí mientras fregaba platos o tragaba sus indirectas. Se consolidó cuando vi en la basura una cacerola llena de mi paella —”demasiado grasa, estamos a dieta”.
Decidí empezar por lo pequeño: mi espacio.
El sábado, mientras todos dormían, saqué las cajas con las cosas de mi difunto marido: libros, herramientas, fotos viejas. Las esparcí por el salón. Quería hacer un rincón en su memoria, colgar su retrato.
Laura fue la primera en bajar. Se quedó petrificada en la entrada.
—¿Qué es esto?
—Buenos días, Laura. Estoy ordenando cosas.
—Pues hazlo en tu cuarto. Hoy vienen invitados.
—Este también es mi salón —respondí con calma, pero firme—. Y estas son las cosas de tu suegro. Del padre de Javier.
Resopló y se fue a la cocina, dando un portazo.
Minutos después apareció Javier.
—Mamá, ¿qué desorden es este? Laura dice que lo has llenado todo.
—Quería colgar el retrato de tu padre. Ahí —señalé la pared.
—¿Ahí? —miró la pared, luego a mí—. ¿Has perdido el juicio? Esto es un salón moderno. Laura ya eligió un espejo de diseño.
Ah, claro. Un espejo. Más importante que la memoria de su padre.
—Javier, esta es mi casa.
—Ah, empezamos —puso los ojos en blanco—. Lo de siempre: “mi casa”. ¡Nosotros también vivimos aquí! ¡Y pagamos la reforma!
“Reforma” era pintar una pared de verde.
—Quiero que esta casa siga siendo un hogar, no un pasillo con espejos caros.
Esa noche vinieron juntos. Caras serias.
—Mamá, hemos pensado —Javier habló con voz melosa—. Esta casa es demasiado grande. La comunidad es cara, limpiar cuesta…
Laura continuó, mirándome fijo:
—Sí, Carmen. Nos preocupamos por ti. Será difícil para ti sola cuando nos vayamos.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
—¿Adónde van?
—Queremos vender la casa —dijo Javier—. Comprarnos un piso nuevo. Y para ti, un estudio. Pequeño, pero tuyo.
Los miré alternativamente. No bromeaban. Ya lo habían decidido. Ya repartían el dinero de *mi* casa.
—¿Vender… mi casa?
—¿”Tu” casa? —Laura sonrió con desfachatez—. Nosotros también vivimos aquí, invertimos. ¿O quieres que trabajemos para ti toda la vida?
Me levanté. Las piernas temblaban, pero me mantuve firme.
—No.
—¿”No”? —Javier frunció el ceño—. Mamá, es lo mejor para todos.
—He dicho que no. Esta casa no se vende. Nunca.
Lo miré a los ojos. En su mirada solo había irritación y cálculo. La farsa se acabó. No solo era invisible. Era un obstáculo.
Mi “no” flotó en el aire. La cara de Javier se enrojeció. Laura palideció.
—No lo entiendes —sisé él—. No es una petición. Ya tenemos agente inmobiliario.
—Cancélenlo —dije con calma. Dentro, todo temblaba, pero no podía flaquear.
—¡Vivirás en tu “zulito” y contenta! —chilló Laura—. ¡Basta de amargarnos la vida con tus tonterías!
—Laura —la cortó Javier, pero luego volvió a mí—. Mamá, ¿cómo nos haces esto? ¿A tu propio hijo? ¡Me sacrifico por la familia! ¡Por tu nieto!
Era un golpe bajo. Pero ya no funcionaba.
—Mi nieto vendrá de visita a *mi* casa. No a un cubículo comprado con el olvido de su abuelo.
—¡Ah, ya veo! —saltó Laura—. ¿Para ti ya no existimos? ¿Nos usaste y ahora nos echas?
La miré. Por primera vez en años, no me vi como una sombra asustada, sino como la dueña de mi vida.
—Eso lo dijiste tú, Laura. Yo no.
Los días siguientes fueron un infierno. Silencio sepulcral, portazos, comida solo para ellos. Intentaban expulsarme.
Pero se equivocaron. Ya no temía al vacío. Lo an