– Dios, qué harto estoy de esto – Ignacio caminaba nervioso por la cocina, sus pasos resonaban entre los azulejos—. ¿Cómo es posible que cada día sea igual? Regresas a casa y allí está la misma atmósfera, como un peso invisible sobre los hombros.
– ¿Qué te preocupa? — Lucía, de pie junto a la estufa, removía una sopa con gesto ausente. No se giró, pero su postura se rigideció imperceptiblemente.
– ¿Qué me preocupa? ¡Tú frialdad! Siempre inmersa en tus labores, tus pensamientos, tu mundo. ¿Dónde quedamos nosotros? ¿Dónde está nuestra conexión?
– Solo tengo mucho trabajo, ya lo sabes — respondió con voz cansada, como si repitiera una excusa ya gastada.
– ¿Trabajo? ¡Siempre trabajo! ¿Y yo? ¿Dónde estamos tú y yo? – Ignacio plantó las manos sobre el frío mármol de la mesa y apretó los puños. – ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que hablamos en serio? ¿Cuándo salimos a algún lado sin prisas?
Lucía se volvió lentamente, su mirada firme, aunque en sus ojos se vislumbrara el esfuerzo de contener el cansancio.
– Fuimos al cine hace dos semanas — dijo con calma.
– Y tú pasaste todo el rato con el teléfono en la mano, ¿o esa película te aburría tanto? – Ignacio se pasó las manos por el cabello, frustrado. – Olvídalo. No puedo más. Me largo.
Lucía se quedó inmóvil. La cuchara que sostenía se detuvo a medio camino hacia la olla.
– ¿A dónde crees que vas así, a medianoche?
– No hoy — resopló él—. Me largo. De ti. De esta… – señaló con un gesto vago la cocina—, de todo esto.
Lucía posó la cuchara con delicadeza. Había esperado esas palabras desde hacía semanas, pero sucedieron con la violencia de un trueno inesperado.
– Tengo a otra — explotó Ignacio, como si el peso de sus mentiras le quemara en la garganta. – Ella sí me comprende. Ríe mis chistes, me escucha.
Lucía le sostuvo la mirada durante largo tiempo. Entonces, dibujó en sus labios una sonrisa extraña, no de desolación ni de ira, sino de una liberación inesperada.
– De acuerdo — susurró—. ¿Cuándo piensas deshacerte de tus cosas?
Ignacio enmudeció. No había anticipado aquella calma, aquel silencio donde debería haber lágrimas o gritos. Se sintió desnudo.
– ¿No vas a luchar por nosotros? – preguntó con la voz rota—. ¡Siempre fuimos una pareja sólida!
– ¿Luchar por qué? – Lucía se acercó a la ventana, el cristal reflejaba la silueta de un Madrid nocturno, eterno y ajeno a sus dramas. – Llevamos tiempo siendo dos desconocidos, Ignacio. Tienes razón, me perdí en mi vida. Y a ti no te cupo en ella.
Ignacio retrocedió, desconcertado. Había imaginado que su partida sería un triunfo, pero ahora se daba cuenta de que ni siquiera poseía la victoria.
– Recogeré mis cosas mañana, cuando estés trabajando — murmuró, con la voz entrecortada.
– Como quieras — Lucía regresó a la cocina, reanudando el remeo de la sopa. – ¿Quieres cenar?
Nada más cruzar la puerta de salida, el sonido de los pasos de Ignacio resonó en el hall, seguido del portazo. Lucía dejó caer la cuchara en la olla, el tintineo fue el único eco de su mundo recomponiéndose.
Media hora más tarde, sentada en el salón, con el móvil en la mano y la pantalla iluminada por un mensaje de Cristina, su mejor amiga, rompió el silencio llorando. No eran lágrimas de tristeza, sino de alivio.
«Ya lo sabes, ¿verdad?», susurró mientras respondía: «Sí. Y es mejor así».
Ocho días después, en un café de Lavapiés, Cristina observaba a Lucía con preocupación.
– ¿Y bien? – preguntó con delicadeza—. Si hubieras estado en tu sano juicio, ¿no habrías luchado por salvar la relación?
Lucía removía su café con la cuchara, un gesto casi obsesivo.
– ¿Luchar por qué? – replicó—. Los últimos dos años lo nuestro era como vecinos que comparten el ascensor.
– Pero lleváis más de una década juntos… – protestó Cristina, mientras mordisqueaba un croissant.
– Eso no cambia el final. – Lucía sonrió apenas—. Aprendimos a convivir, no a amarnos.
Cristina suspiró.
– Me sorprendes. Antes habrías hecho todo para no perderle.
– Antes – Lucía miró por la ventana, como si allí estuviera la respuesta—. Ahora, solo quiero paz. Me siento como si una montaña rusa de emociones se me hubiera terminado.
— ¿No duele? – insistió la amiga, inclinándose hacia delante.
Lucía迟疑.
– Duele, sí. Pero no por su partida. Lo que me duele es haberme mantenido aferrada a un recuerdo de nosotros que no existió nunca. En realidad, iba a decirle que no quería seguir aquel día. Ya tenía preparado el discurso. Pero él lo hizo primero.
– ¿Y qué planes tienes ahora? – inquirió Cristina, más tranquila.
Lucía dibujó una sonrisa en su rostro.
– Una nueva vida. – Su voz sonaba fresca, como si hubiera dejado atrás una tormenta—. Me ofrecieron un proyecto creativo, en el que puedo expresarme plenamente. Y he decidido quedar con el arquitecto del estudio de decoración para planear un cambio en el piso.
Cristina no podía ocultar su escepticismo.
– Primero el amor, ahora el trabajo. ¿Acaso vas a reflotar totalmente?
– No reflotar – corrigió Lucía—. Empezar de verdad. Verás, mañana nos vemos en el primer encuentro profesional.
– ¿Y él? – preguntó Cristina, señalando la puerta del café, donde Ignacio acababa de entrar.
Esa noche, Lucía caminaba bajo la lluvia de Madrid, el eco de sus tacones en la acera se mezclaba con el rumor de los coches. En su apartamento, las gavetas vacías de Ignacio eran como heridas frescas. El olor se había disipado, pero persistían los ecos de un pasado que ya no era suyo.
Esa noche, cuando el teléfono sonó, supo que la llamada sería de su suegra.
– ¿Lucía? – la voz temblorosa de Maricarmen llegó al auricular—. Ignatio dice que os habéis separado.
– Así es — dijo Lucía con calma.
– Pero podíais haberlo intentado…
– A veces, Maricarmen, lo mejor es seguir caminos distintos. – Lucía miró por la ventana, donde las luces del metro parpadeaban como estrellas terrenales. – Tengo planeado dar un nuevo giro a mi vida.
El encuentro de Ignacio con Lucía sería inevitable. En el café, donde el espresso se servía oscuro y amargo, él la encontró de nuevo. Esta vez, ella ya no era la sombra de una relación agotada. Era una mujer con los ojos brillantes de una vida renacida.
– Supongo que ya no tenemos que hablar — dijo Lucía al final—. Tú tienes tu camino, y yo el mío.
Ignacio asintió, pero la miraba como si nunca hubiera visto aquella versión de ella: vibrante, resuelta, inasible.
Meses después, Lucía sentada en un parque de Madrid, junto al río Manzanares, escuchaba la conversación de vecinos riéndose en castellano puro, mientras reflexionaba. Ya no era la esposa de nadie, ni la jefa artística de un estudio, sino una mujer que había aprendido a ser feliz sin depender de otros.
En ese instante, una madre se acercó para saludarla:
– ¿No fue usted la que empezó a organizar el taller de arte callejero? Mi hija quiere participar.
Lucía sonrió.
– Claro. Irá bien.
Mientras la mujer se alejaba, Lucía se sintió verdaderamente viva — completa, no en parte. Ya no se era mitad de una historia vieja, sino el inicio de una nueva.