Ilusiones rotas, esperanzas resurgentes: el viaje hacia el amor perdido y recuperado.

Siempre fui de corazón apasionado. Me enamoraba fácil, impulsiva, guiada por el sentimiento y no por la razón. A veces eso me jugaba malas pasadas, y un error así casi me cuesta lo más valioso: el amor.

Todo empezó de forma inocente, en una fiesta en la montaña, celebrando el cumpleaños de una amiga. La música, el vino y las risas duraron hasta tarde, como en aquellos días jóvenes donde todo parece simple y solo importa el presente. En un momento, el cansancio y el champán me vencieron. Solo recuerdo que alguien me arropó con una manta y me tumbó en el sofá.

Por la mañana, me desperté con resaca, pero al bajar a la cocina, lo vi. Ojos azules, sonrisa cálida, taza de café en mano. Había sido él quien me cuidó. Y de pronto, surgió algo entre nosotros: una conexión silenciosa, un roce de manos al caminar entre las montañas, risas compartidas. Luego, bajo aquel cielo infinito, un beso que sabía a destino.

No hablamos de futuro; parecía innecesario. Pero al volver a la ciudad, la realidad me golpeó con la figura de Javier.

Lo conocí meses antes del viaje. Hombre serio, estable, de traje impecable y palabras mesuradas. Su amor no era fuego, sino calma. Con él me sentía segura, adulta. Y de pronto, me vi atrapada entre dos mundos: la pasión salvaje del desconocido y la tranquilidad que Javier me daba. Dudé, vacilé… hasta que supe que estaba embarazada.

No estaba segura de quién era el padre. El dolor no era miedo, sino incertidumbre. Javier se volvió distante, hasta que un día llegó con rosas y… una despedida.

—Perdóname— dijo—. Debo irme. Hay razones que no conoces, pero son importantes.

No me atreví a confesarle lo del embarazo. Solo asentí. Quedamos en vernos en un mes, pero desapareció. Me quedé sola con mis dudas y un niño en camino.

Mientras, el de ojos azules me decepcionó. Hablando de hijos, soltó con sarcasmo que la familia era una carga. En ese momento, vi a un extraño. La pasión ciega, pero no sostiene. Me alejé de él, sin drama, solo me fui.

Un mes después, al fin vi a Javier. Quería contarle todo, pero él estaba frío.

—Me voy para siempre— anunció—. Porque no mereces menos de lo que mereces. Adiós.

No mencioné al bebé. Su voz dolía, pero la puerta estaba cerrada. Decidí que criaría a mi hijo sola. Así lo hice.

Lucía nació al amanecer. El nombre vino solo, como un rayo de luz en la oscuridad.

El día del alta, recibí un paquete para ella. Dentro, una nota: «Lo sé. Y si me dejas, quiero estar ahí». Era él. Javier.

Temblando, me acerqué a la ventana y lo vi abajo. Me miraba, y en sus ojos estaba todo lo que había buscado: perdón, amor, paz.

Después me contó la verdad. Se fue por miedo, porque creía que no podía ser padre. Al enterarse de mi embarazo, pensó que debía dejarme libre. Pero al toparse con mi amiga, supo la verdad. Y comprendió que aún me amaba. Que quizás era el destino.

Nunca hablamos de mi error. Aceptó a Lucía como su hija. Y ella creció amada, sin saber que alguna vez hubo dudas o temor. Javier y yo aprendimos a vivir de nuevo, sin secretos. A perdonar.

Ahora, cuando miro atrás, sé esto: a veces los peores errores nos llevan al lugar correcto. Solo hay que tener valor para dar un paso al frente… y no soltar a quien amas.

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