La Madrastra
En la vida, todo es complicado, especialmente las relaciones entre familiares y extraños. A veces, los parientes se pelean y se convierten en enemigos para siempre. Otras veces, personas que no tienen nada en común terminan siendo más cercanas que la sangre.
Egorich tiene setenta y cinco años. Ahora se siente mayor, pero al menos no está solo. De joven lo llamaban Timoteo, pero en la vejez le dicen Egorich, un apodo más corto, respetuoso y cariñoso. A él no le molesta.
No se casó joven. A los veintiséis años, cuando en los pueblos los hombres solían formar familias temprano, él seguía mirando. Ninguna chica de su aldea le llamaba la atención.
“Timoteo, ¿hasta cuándo vas a estar de soltero?”, le preguntaban su madre, sus parientes y hasta sus amigos casados.
“¿Y qué? Así estoy bien”, se reía. “Ya tendré tiempo de ponerme el yugo al cuello. No veo que mis amigos estén tan felices… sus mujeres e hijos siempre pidiendo algo. Yo vivo a mi manera, ¡ja, ja, ja!”.
Pero las jóvenes del pueblo no dejaban de mirarlo con esperanza. Era un hombre guapo, trabajador y hábil. Ya entonces se notaba que tenía madera de buen amo, además de no beber ni fumar. Muchas madres aconsejaban a sus hijas que lo conquistaran.
“Será un buen marido”, decían las vecinas. Pero él no tenía prisa por elegir a una local. Quizás el destino tenía otros planes.
Aunque Timoteo frecuentaba el club del pueblo por las noches, donde la juventud se reunía y la música sonaba fuerte, ninguna chica lograba interesarlo. Trabajaba como conductor de camiones en la cooperativa agrícola y a menudo lo enviaban a otros distritos. Un día le dijo a su madre:
“Mañana temprano voy a Uspénka, el presidente me manda por repuestos. Prepárame algo de comer, que el viaje es largo y volveré al anochecer”.
“Ay, Timoteo, ¡qué suerte! Hace tiempo que tu tía Zinaida quiere venir, pero no encuentra transporte. Pásate por su casa y tráela, ¿eh? No lo olvides…”.
“Está bien, pasaré”, prometió.
Zinaida era la hermana mayor de su madre. Sin saberlo, ella sería clave en el futuro de Timoteo.
Cuando Timoteo pasó por su casa, solo se detuvo un momento:
“Tía Zina, mientras cargo el camión, prepárate. Te recojo a la vuelta”.
“¡Ay, qué bueno eres!”, exclamó ella. “No te preocupes, estaré lista como una pionera”.
De regreso, recogió a su tía, quien le dijo:
“Timoteo, dejémosle un saco de patatas a Valeria de camino. Nos pilla de paso”.
“Vale, no hay problema, el camión es grande”, aceptó.
A un kilómetro de Uspénka vivía Valeria, una joven viuda con una hija de cinco años, Alba. En cuanto Timoteo la vio, saltó la chispa. Zinaida lo notó al instante.
“Esto va mejor de lo que pensaba”, murmuró para sí.
Timoteo no podía olvidar a Valeria. La segunda vez que la vio fue cuando llevó a su tía de vuelta a casa.
“Timoteo, pasa por casa de Valeria, tengo que darle algo”.
El muchacho se alegró; llevaba días pensando cómo verla de nuevo. Mientras Zinaida hablaba con ella, él no dejaba de mirarla. Al llegar a casa, su tía añadió:
“Valeria me pidió que le llevara unas agujas de tejer. Quiere hacer calcetines para Alba, pero perdió las suyas. Yo tengo de sobra…”.
Timoteo aprovechó para visitar a Valeria otra vez. Esta vez ella lo invitó a tomar té. Hablaron durante horas. Cuando se hizo tarde, él se despidió en el patio, donde Valeria y Alba lo acompañaron.
“Valeria, ¿puedo volver a verte?”, preguntó.
“¡Claro que sí, tío Timoteo!”, exclamó Alba. “Tienes que venir. Nos caes muy bien, ¿verdad, mamá?”.
Ambos rieron.
“Así será, pues. Espérenme”.
Tras tres encuentros, la cuarta vez, Valeria y Alba se mudaron con él.
Timoteo entendió que el saco de patatas había sido una excusa de su tía. Valeria tenía su despensa llena. Zinaida solo quería presentarlos. Llevaba tiempo planeando cómo casar a su sobrino.
Vivieron felices. Alba ya iba al colegio y lo adoraba. Lo seguía a todas partes y lo llamaba papá. Valeria trabajaba en el pueblo, pero con el tiempo las discusiones empezaron. Timoteo era un hombre recto, pero tenía un defecto: su obsesión por el orden.
Valeria era sencilla, pero desordenada. Dejaba todo tirado, y a él le sacaba de quicio. Primero recogía tras ella, luego le reñía. Ella se enfadaba:
“¿Qué clase de hombre eres? ¡Recogiendo como una mujer! Así soy yo, y no voy a cambiar”.
Timoteo intentaba ignorarlo, pero era difícil. Alba, en cambio, imitaba a su padrastro. Mantenía su habitación impecable.
“Mamá, eres un desastre”, le decía, pero Valeria la callaba.
Los años pasaron, y un día estalló la tormenta.
“¡Estoy harta de tus manías! Me voy. Alba, prepárate”.
“Pero, mamá, no quiero irme de papá…”.
“¿Qué papá? No tienes padre ni lo tendrás”.
Timoteo se entristeció. Alba, ya en sexto grado, se fue llorando.
Él se refugió en la apicultura. Compró libros, estudió y empezó con cinco colmenas. Poco a poco, el negocio creció. La miel era excelente, y la gente venía de lejos a comprarla.
Dos años después, una mujer del distrito llegó por miel. Observó su casa, el patio, las colmenas. Volvió varias veces, hasta que un día soltó:
“Timoteo, veo que todo está impecable. Pero no entiendo, ¿cómo es que no tienes mujer? No bebes, no fumas… Las abejas odian el alcohol, ¿verdad? ¿Qué me dices?”.
Timoteo se sorprendió.
“Pues… tuve una esposa y una hijastra. Vivimos siete años, pero no congeniamos. Con Alba me llevaba bien, pero Valeria decía que era quisquilloso”.
“Me llamo Raquel. ¿Crees que podríamos entendernos nosotros?”, preguntó ella, mirándolo fijamente.
“¿Estás proponiéndome matrimonio?”.
“Sí. Soy una mujer sola. ¿No te gusto?”.
“Bueno… sí. Si quieres, podemos intentarlo”.
Raquel se mudó con él, pero no hablaron de boda. A los dos meses, ella no aguantó la vida rural. Soñaba con campos y bosques idílicos, pero odiaba el huerto, el calor, los mosquitos.
Una mañana, Timoteo la vio haciendo las maletas.
“¿Ya te aburrió el campo?”.
“Sí. Esto no es para mí. Adiós, Timoteo”.
Él suspiró aliviado.
Pasaron años. Vivió solo hasta que un día dos mujeres entraron en su patio. Pensó que venían por miel.
Una sonrió:
“¿No me reconoces, papá? Si es que aún puedo llamarte así…”.
“¡Alba! O mejor, Elena… ni siquiera sé tu patronímico”.
“No importa. Soy la misma Alba. Y esta es mi hija, Rita. Mira qué mayor es ya”.
Se abrazaron. Un hombre entró al patio.
“Este es Genaro, mi marido, el padre de Rita”.
“Dios mío, Elena… cuánto tiempo. Qué alegría que hayas venido”.