A la tercera va la vencida
¿Cuánta amargura, cuántas pérdidas debe sufrir una persona antes de encontrar la verdadera felicidad?
Eso se preguntaba Carmen, una mujer de cuarenta y ocho años que, a pesar de los reveses de la vida, nunca perdió la esperanza. Pero aquella noche, la tragedia llamó a su puerta. Conteniendo las lágrimas, observaba las llamas que devoraban su casa en Sevilla. Las chispas iluminaban el cielo nocturno mientras los vecinos, conmocionados, se apiñaban en la calle. Ya habían llegado los bomberos.
**Perdido todo**
Los bomberos desenrollaban las mangueras a toda prisa, y pronto un potente chorro de agua se enfrentó al fuego. El humo espeso obligó a Carmen a taparse la nariz con un pañuelo mientras contemplaba, horrorizada, cómo su vida se convertía en cenizas. Todo ardía: los muebles, la cocina, los recuerdos. No pudieron salvar nada. La casa donde había vivido más de veinticinco años con su marido, Javier, quedó reducida a ruinas.
—Carmen, ven conmigo. Javier ya está en mi patio con mi marido —la animó su vecina Lola, tirándole suavemente del brazo.
—Sí, está ahí sentado, como si nada. Y todo por su culpa… Apenas pude despertarlo. Si no, se habría quedado dentro —murmuró Carmen, las lágrimas resbalando por sus mejillas—. Dios mío, Lola, nunca pensé cuánto significaba todo lo que había allí… Las fotos, los recuerdos…
—Tranquila, Carmen, aún tienes toda la vida por delante. Ni siquiera tienes cincuenta —intentó consolarla Lola.
Entraron al patio de Lola, donde Javier, visiblemente afectado, compartía una copa con Antonio, el marido de la vecina. El susto parecía haberle quitado las ganas de seguir bebiendo.
—Carmen, ¿qué pasó? —preguntó Javier con voz ronca—. ¿Cómo empezó el fuego?
—¿Cómo? ¡Porque te quedaste dormido con el cigarrillo en la boca! Cayó bajo la cama y ya había llamas cuando te desperté —respondió ella, con voz entrecortada—. Te lo advertí mil veces, y ahora no nos queda nada…
Javier bajó la cabeza, avergonzado, las lágrimas surcando su rostro. Miró hacia lo que quedaba de su hogar, la casa que había construido con sus propias manos.
—Carmen, perdóname, por el amor de Dios. No volveré a beber, te lo juro —dijo, haciendo la señal de la cruz—. Nos quedaremos en la casa de mis padres. Está en mal estado, pero la arreglaremos.
Sus padres, antiguos bebedores, habían fallecido años atrás, y la casa, abandonada, apenas era habitable. Carmen y Javier rebuscaron entre los escombros, pero no encontraron nada valioso. Javier cumplió su promesa: desde aquel día, no volvió a tocar el alcohol.
**Solo quedaron recuerdos**
Carmen salió del supermercado y se detuvo frente a las ruinas de su hogar. Los recuerdos la abrumaron, y se sentó en el banco que milagrosamente había sobrevivido junto a la puerta. Veinticinco años de vida con Javier en aquella casa. Recordó la emoción de estrenarla, de elegir el papel pintado, los colores, los muebles. Cada Navidad, Javier traía un abeto enorme, y todos lo decoraban entre risas. ¡Cómo disfrutaban sus hijas! El primer día del año corrían a ver qué les había traído Papá Noel.
—Cuántos secretos y risas guardaron estas paredes —pensó Carmen—. Y cuánto dolor también.
Sus dos hijas, nacidas con poco tiempo de diferencia, eran de su primer matrimonio. Se casó joven con Rafa, sin entender bien la vida. Pronto descubrió que eran incompatibles. Él, irresponsable y falto de madurez, prefería salir de fiesta a cuidar de su familia. Ella se quedó embarazada enseguida, y él siguió con su vida de soltero.
—¿Osti—Ojalá hubiera escuchado a mi madre —suspiró Carmen, hablando en voz baja sin darse cuenta—. Ella siempre tuvo razón.
Rafa tenía una moto, y una noche, volviendo del pueblo de sus padres, sufrieron un accidente. Él murió en el acto; ella pasó meses en el hospital. Por suerte, se recuperó, y sus hijas no quedaron huérfanas.
Era los años noventa, y Carmen perdió su trabajo. Decidió mudarse con sus hijas al pueblo donde vivía su madre. Cerca vivía Javier, un hombre humilde que cuidaba de sus padres, bebedores empedernidos. Un día la vio y se enamoró al instante.
—Carmen, salgamos esta noche —le pidió un día al encontrarla—. Tengo mucho que decirte.
Caminaron, hablaron, y pronto él le propuso matrimonio:
—Cásate conmigo. Amo a tus hijas como si fueran mías, y estoy construyendo una casa para nosotras.
Ella aceptó, no por amor, sino por seguridad. Javier era trabajador y cariñoso, pero sus padres lo arrastraron al alcohol. Tal vez bebía para ahogar el dolor de saber que Carmen no lo amaba.
—¿Por qué nunca tengo suerte? —pensó Carmen, sentada en el banco—. Al menos mis hijas son felices.
Pero el destino aún no había terminado con ella. Tras el incendio, Javier dejó la bebida y reformó la casa de sus padres. La vida parecía mejorar… hasta que él sufrió un derrame cerebral y murió.
Los días se volvieron grises. Solo florecían cuando sus hijas y nietos la visitaban.
Una tarde, yendo de compras por Navidad, tomó un taxi. El conductor, Mateo, era amable y conversador. Al dejarla en casa, le dio su tarjeta.
—Por si necesita algo —sonrió—.
Ella la guardó sin pensarlo.
Sus hijas llegaron para celebrar, pero al marcharse, su yerno anunció:
—¡El coche no arranca!
Carmen recordó a Mateo. Él aceptó llevarlos y, de vuelta, la invitó a cenar.
—Gracias —musitó ella—. Hacía tanto que no reía…
Él también había sufrido: su esposa e hija murieron en un accidente años atrás. Esa noche, compartieron sus historias.
—Quédate un poco más —rogó Carmen—. He hecho mucho pastel.
Los meses pasaron, y una tarde, Mateo la invitó al cine. Después, visitaron a su madre, quien la recibió con cariño.
—Hijo, esa mujer es especial —le dijo más tarde—. No la dejes escapar.
En marzo, por su cumpleaños, Mateo le regaló rosas y un anillo.
—Carmen, ¿quieres ser mi esposa?
Ella asintió, radiante.
**A la tercera va la vencida**, pensó, abrazando la felicidad que por fin había encontrado.