Su sueño más anhelado

**Su sueño más preciado**

—Javier, otra vez llegas del colegio con los pantalones rotos —regañó su madre—. Otra vez te has peleado, ¿verdad? Y seguro que ha sido con Miguel. ¿Cuándo van a dejar de llevarse mal, si son compañeros de clase?

—Sí, mamá, otra vez con Miguel —respondió el chico con seriedad—. Pero esta vez le he ganado. Aunque, si te digo la verdad, él empezó. Dice que Lucía solo es su amiga. Bueno, ya veremos… —amenazó con el puño al aire el muchacho de trece años.

Esta vez Miguel había salido malparado, aunque la última vez le había dado una paliza a Javier, aunque de manera poco honorable, con una zancadilla por la espalda. Desde niños, los dos habían competido por el cariño de Lucía, la niña más bonita de la clase. Ella, por su parte, llegó a casa indignada y, al ser preguntada por su madre, contestó:

—Otra vez Javier se ha peleado con Miguel, y ahora Miguel tendrá un ojo morado. Y Javier ha roto los pantalones. Su madre le va a regañar, y bien hecho. ¿Por qué siempre provoca a Miguel? ¿Y por qué tiene que pelear con él para que me deje en paz? No me gusta Javier…

—Hija, esto ha pasado siempre, pasa y pasará. Es algo común, incluso entre adultos. Las chicas tienen que elegir. Pero los chicos… ellos siempre resuelven las cosas a puñetazos —dijo su madre, preocupada al pensar que pronto su hija sería mayor y tendría que tomar decisiones importantes.

—Mamá, no me gusta Javier, ya se lo he dicho mil veces. No soporto a ese cuatro ojos. Miguel es mejor, más guapo y divertido. Nunca me gustará Javier, nunca.

—Ay, hija, nunca digas nunca. No sabes lo que la vida puede depararte. A veces trae sorpresas que te dejan sin palabras. Y quién sabe qué destino te tiene preparado. Ojalá todo te vaya bien —susurró su madre, moviendo la cabeza con tristeza.

—Mamá, ¿qué tiene que ver el destino? Es simple: me gusta Miguel, no Javier. ¿Tan difícil es entenderlo? —protestó la joven, mientras su madre pensaba en otra cosa.

Llegó el final del colegio. Lucía seguía siendo la novia de Miguel, y Javier sufría en silencio. Sabía que físicamente no podía competir con su eterno rival. Ya no se peleaban; Javier entendía que Lucía no lo había elegido a él. Aunque seguían discutiendo, los puños ya no volaban.

Por las tardes, Lucía y Miguel paseaban y soñaban juntos.

—Miguel, quiero una familia grande. Cuando nos casemos, tendremos una mesa redonda para que todos quepamos. Y trabajaré en una escuela, ya sabes, quiero estudiar Magisterio. En verano, iremos todos juntos a la playa —sonrió Lucía, apoyando la cabeza en su hombro.

Miguel la escuchaba en silencio, sin interrumpir, pero sin estar del todo de acuerdo.

—Lucía, está bien una familia grande, pero tendría que trabajar día y noche para mantenerlos —dijo él con una sonrisa forzada—. ¿Y entonces cuándo descansaría? ¿Qué playa ni qué nada?

—Pero yo también trabajaré, ayudaré. Con nuestros dos sueldos, tendremos suficiente —insistió ella.

—¿Tú trabajar? No, tú te quedarás en casa, criando a los niños y esperándome —afirmó Miguel con firmeza—. El hombre manda en la casa. Así es como debe ser.

A Lucía no le gustó esa conversación. Temiendo una discusión, se marchó a casa sin despedirse. Miguel, confundido, se rascó la cabeza: *¿Qué he dicho mal?*

Al llegar a su casa, encontró a Javier esperándola con una rosa roja.

—Hola, esto es para ti.

Lucía resopló, aún de mal humor.

—Javier, ¿otra vez tú? ¿Qué quieres? ¿Por qué no me dejas en paz? ¿No entiendes que he elegido a Miguel?

—Porque me gustas mucho, igual que a él. Toma la rosa —pero ella la ignoró y entró en casa.

A la mañana siguiente, al salir, vio la rosa en el escalón. Aunque seguía enfadada, la recogió.

—Qué bonita… ni siquiera se ha marchitado —pensó.

Desde entonces, Javier no se acercó más, pero seguía dejando rosas por las noches. A Lucía no le gustaba ese chico alto y con gafas, pero, en el fondo, le hacía ilusión encontrar esas flores.

Después del instituto, Lucía y Miguel se casaron. Ella empezó Magisterio a distancia, y él esperaba el reclutamiento militar. En la boda, los invitados fueron pocos. Javier también estuvo, sentado al final de la mesa, sin apartar los ojos de la novia. Brindó, pero no bebió. Y al terminar, se fue sin que nadie lo notara. Se mudó a otra ciudad para estudiar Ingeniería.

La vida separó a los tres compañeros. Poco después, Miguel partió al servicio militar.

—Ay, Miguel, no sé cómo voy a estar sin ti —lloró Lucía.

—Tranquila, mi amor, el tiempo pasará rápido —la consoló él, acariciándole el hombro.

Y así fue. Lucía apenas había ido a tres exámenes cuando Miguel volvió. Su amor renació con fuerza, y parecía que no había familia más feliz que la suya.

Tuvieron un hijo, Pablo, y Lucía soñaba con una niña después. Miguel era un buen marido y padre. Todos lo decían, y algunas hasta le tenían envidia a Lucía.

Pero todo lo bueno acaba. Un día, ella empezó a recibir a su marido con recelo, preguntándose si llegaría sobrio. Tras tres años de matrimonio, algo cambió en Miguel. Quizá su verdadero carácter salió a la luz. El hombre que ella conocía había desaparecido.

—¡Cállate a tu hijo de una vez! ¡No aguanto sus gritos! Si no lo controlas, me voy. ¿Para qué quiero esta vida?

Empezó a irse a casa de su madre, aunque luego volvía. Lucía se preguntaba: *¿Qué le ha pasado? ¿Siempre fue así?*

Él lo justificaba:

—Cuando estoy borracho, me da igual si Pablo llora o no. Así que no esperes que deje de beber. Yo mando aquí, ¿entendido?

Lucía estaba al límite. Sabía que afectaba a sus alumnos, aunque intentaba contenerse. Pero un día, Miguel la golpeó. Y luego otra vez. Ella lo echaba, lo perdonaba, y el ciclo se repetía. Pensaba que, por Pablo, debía aguantar.

Hasta que su madre descubrió los moratones en sus brazos.

—¿Qué es esto, Lucía?

—Mamá, creí que Miguel sería el mejor marido… —rompió a llorar.

—Empaca tus cosas y las de Pablo. Nos vamos. No quiero imaginar lo que podría pasar.

Lucía pidió el divorcio. Por más que le doliera, no cedió. Miguel la amenazó, luego volvió con flores y promesas, pero ella se mantuvo firme.

Tres años después, su amiga Laura la llamó:

—Hay una reunión de exalumnos. ¿Vendrás?

—No quiero ver a Miguel…

—No lo he invitado. Bebe demasiado, lo despidieron del trabajo. ¿No lo sabías?

—Entonces iré —aceptó Lucía.

Esperaban a los demás a la entrada del instituto. Lucía, aún hermosa, se había recuperado del divorcio.

—¡Chicas, mirad quién viene! ¡Vaya bombón! ¡Es Javier!

No lo reconocieron al principio. El tímido chico de gafas se había convertido en un hombre seguro, atlético, con lentillas y dueño de un negocio. Y, por cierto, soltero.

Al ver a Lucía, Javier se iluminó. La levantó y

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Su sueño más anhelado