Todo era perfecto, hasta que ella regresó.

Todo estaba perfecto hasta que ella regresó
– ¿Qué haces aquí? – María casi derrama su taza de café al ver la figura familiar en el umbral de la puerta de su hogar.

– Hola, hermanita – sonrió Ana, apartándose el flequillo largo con indiferencia – ¿Te has echado a echarme en falta?

– Tú… Tú estabas en Estados Unidos – le temblaban las manos – Hace ocho años te fuiste y dijiste que nunca…

– Los planes cambian – encogió los hombros Ana, haciéndose paso por el recibidor – ¿Puedo entrar? ¿O me vas a dejar plantada en el quicio?

María retrocedió sin decir palabra. Ocho años. Ocho años de vida tranquila, de ritmo asentado, de estabilidad. Ana recorrió con la mirada la casa que antaño fue compartida.

– Bien encajada – apuntó, señalando el nuevo mobiliario – ¿Recuerdas cómo soñábamos de niñas con cambiar estos desastrosos papeles pintados con flores?

– Lo recuerdo – susurró María, sin poder creer en sus ojos – ¿Ana, qué ocurre? ¿Por qué has regresado?

– ¿Necesito una excusa para ver a mi propia hermana? – Ana dejó la cazadora sobre el sofá y se acercó a la ventana – El paisaje sigue siendo igual. Los mismos bloques, el mismo patio con la arena.

María apoyó la taza sobre la mesa. Las manos seguían temblando. Ana lucía casi idéntica a hace ocho años, aunque ahora su cabello era más largo y en sus ojos se adivinaba un agotamiento nuevo.

– ¿Te has casado? – preguntó Ana, reparando en el anillo en el dedo de María.

– Sí – ocultó velozmente la mano – Con Luis. Sin darte cuenta, ¿no? Mi excompañero de clase.

– ¿Luis Sánchez? – Ana levantó una ceja – Ese que te escribía versos en la escuela.

– El mismo.

– Increíble. ¿Y tienes hijos?

– Una hija. Lucía. Tiene seis años.

Ana asintió, pero algo en su mirada cambió. María la conocía bien: así se ponía cuando algo la desagradaba.

– ¿Dónde está?

– En la guardería. Luis la recogerá pronto, van al parque.

– Qué idilio – murmuró Ana, con un tono irónico en la voz – Familia, hija, estabilidad. Todo ello de lo que soñábamos antaño.

– Ana – se acercó María – ¿me contarás qué te ocurre? ¿Por qué has regresado?

Ana se volvió de la ventana y la miró. Por un instante, su rostro mostró una vulnerabilidad fugaz.

– No prosperó allí. El negocio falló, se acabó la visa. Supongo que es hora de volver.

– ¿De forma definitiva?

– Aún no lo sé.

María sintió un apretón en el pecho. Recordaba aquel estallido que Ana provocaba siempre con su presencia. Aquella capacidad para derribar todo a su paso.

– ¿Dónde te alojas?

– De momento, en ningún lado – Ana dibujó aquella sonrisa que siempre significaba una súplica – Pensaba que tal vez… podrías albergarme un par de días.

– Ana – dudó María – Tenemos un apartamento pequeño, Lucía…

– Me acomodo en el sofá. No os daré cuenta.

María sabía que debía negarse. Cada célula de su ser clamaba latente peligro. Pero era su hermana. La única familia que le quedaba tras la muerte de sus progenitores.

– Bien – suspiró – Pero solo de momento.

– Gracias, Maricarmen – Ana la abrazó, y por un momento todo pareció igual. Ellas volvían a ser aquellas niñas que siempre se apoyaban mutuamente.

Por la noche regresó Luis con Lucía. María le había avisado del regreso de Ana, pero vio cómo se tensaba tras verla.

– Hola, Luis – Ana, sentada en el sofá hojeando una revista, se incorporó – Hace tiempo que no nos vemos.

– Ana – saludó con cautela – ¿Cómo te ha ido en Estados Unidos?

– Podría haber sido mejor – sonrió – Aunque tú, parece que no has cambiado. Todavía con esa seriedad.

Lucía se aferró al brazo de su padre, mirando a la desconocida.

– ¿Quién es? – preguntó la niña.

– Es tía Ana – explicó María, sentándose al lado de su hija – Mi hermana.

– ¿Tienes una hermana? – se sorprendió Lucía – ¿Por qué nunca la he conocido?

– Tía Ana vivía muy lejos – le aclaró María – Ahora ha venido a visitarnos.

Ana se acuclilló junto a la niña.

– Hola, Lucita. Muy bonita. Has salido a mamá.

La niña sonrió, tímidamente.

– ¿Son de verdad hermanas? No se parecen nada.

– Claro que sí – rió Ana – Tu madre siempre ha sido la más guapa de la familia.

Durante la cena, la charla se torció. Luis se mantuvo callado, respondiendo monosílabos. María intentaba entablar conversación, pero percibía un clima tenso.

– Papá, ¿mañana iremos al circo? – preguntó Lucía, terminando su sopa.

– Claro, cielo – sonrió Luis, su rostro suavizándose – Como acordamos.

– ¿Y tía Ana vendrá con nosotros? – inquirió Lucía.

– Si a tía Ana le place – respondió María, dirigiéndose a su hermana.

– Sin duda – asintió Ana – Hace mucho que no voy a un circo.

Tras la cena, Luis ayudó a María con los platos.

– ¿Se queda por mucho tiempo? – preguntó en voz baja.

– Solo un par de días – respondió.

– Maricarmen – posó una mano en su hombro – ¿Recuerdas lo que pasó en…?

– Lo recuerdo – le interrumpió – Pero es mi hermana. No puedo simplemente echarla.

– Entiendo. Pero piensa en Lucía.

– Lucía no tiene la culpa.

– María, los niños lo perciben todo.

Desde la habitación llegó la risa de Lucía. María observó a Ana enseñándole trucos con monedas.

– Mira, la moneda ha desaparecido – decía Ana – Y ahora está detrás de tu oreja.

Lucía reía, aplaudiendo:

– ¡Otra, otra! – rogó.

María sonrió. Quizá todo saldría bien. Quizá Ana había cambiado.

Al día siguiente fueron al circo como familia. Lucía se maravilló con el espectáculo, y Ana le compró algodón de azúcar y globos. Luis se relajó y hasta rió un par de veces las bromas de Ana.

– ¿Recuerdas – contó Ana durante la cena – cómo soñábamos de niñas ser artistas de circo? Tú deseabas ser gimnasta y yo, domadora de leones.

– Lo recuerdo – sonrió María – Y tú decías que tus leones te obedecían porque eras valiente.

– Yo sigo siéndolo – guiñó Ana un ojo.

– ¿Qué significa ser valiente? – preguntó Lucía.

– Que no tienes miedo de hacer lo que quieres – explicó Ana – Aunque otros digan que es peligroso o incorrecto.

María se preocupó. Escuchó un matiz en su voz que le desagradó.

– La valentía es buena – intervino Luis – Pero también hay que considerar las consecuencias.

– Luis siempre ha sido prudente – sonrió Ana con ironía – ¿Verdadero, Maricarmen?

– La prudencia no es mala – defendió a su marido.

– Desde luego. Pero a veces… estorba.

Por la noche, tras acostar a Lucía y con Luis en la ducha, las hermanas quedaron a solas.

– Bien instalada – dijo Ana, observando las fotos familiares en la estantería – Tranquila, silenciosa, predible.

– ¿Qué tiene de malo?

– Nada. Solo… aburrido, supongo.

– No me aburro.

– ¿Verdaderamente? – Ana se giró – ¿Recuerdas cuándo soñábamos en recorrer el mundo? Tú querías ver París y yo, Nueva York.

– Los sueños cambian.

– O tenemos que cambiarlos – Ana se sentó junto a su hermana – ¿Eres feliz, Maricarmen?

– Desde luego.

– ¿Nunca piensas en el camino que habrías tomado si no te hubieras casado joven? Si no hubieras tenido a tu hija a los veinticinco?

– Ana, ¿a qué vienes?

– A nada. Solo curiosidad.

María percibía el veneno, aunque no sabía exactamente de qué se trataba.

– Amo a mi familia.

– Lo veo – asintió Ana – Pero el amor y la costumbre no son lo mismo.

– ¿Qué quieres decir?

– Nada especial – bostezó – Estoy cansada de viaje. Mañana pasaré la noche.

En los días siguientes, Ana se integró en su rutina. Jugueteó con Lucía, ayudó a María en la casa, incluso preparó desayunos. Luis se acostumbró a su presencia, relajándose.

Pero María intuyó la falsedad. Demasiado se interesaba por sus hábitos domésticos, demasiado preguntaba sobre el trabajo de Luis o sus planes.

– ¿Luis gana bien? – preguntó Ana una mañana al tomar café.

– Lo necesario – respondió.

– ¿Qué hace en su empresa?

– Es un gestor de ventas – Ana, ¿para qué necesitas esto?

– Solo interés. Así que trabaja con personas, ¿verdad? ¿Se lleva bien con sus clientes?

– Sí, claro. ¿Y?

– Solo… vaya hombre tan simpático. Su entusiasmo seguro que le agradan a sus clientes.

María se inquietó. Pero no profundizó.

Por la noche, Luis regresó tarde.

– Discúlpame, cariño – besó a María – Se alargó una reunión.

– No importa – sonrió – Hemos preparado cena con Ana.

En la mesa, Ana habló mucho. Interrogó a Luis sobre su trabajo, río sus chistes y escuchó atentamente cuando contaba anécdotas. María observaba, helada. Aquella Ana que sabía conquistar hombres. La misma que días atrás le arrebató al novio en la víspera de su boda.

– Luis, ¿podrías llevarme al centro mañana? – pidió Ana – Debo ir al banco y con la documentación, ir en metro no es cómodo.

– Por supuesto – aceptó – ¿A qué hora?

– A las once aproximadamente.

– Sin problema.

– Gracias, eres muy amable.

María apretó los hábitos. Esa tonalidad le resultaba familiar. Recordó cómo Ana agradecía así al exnovio.

De madrugada, María no lograba conciliar el sueño. Luis roncaba a su lado, pero en su mente se acumulaban pensamientos inquietantes. ¿Acaso Ana había vuelto a su esencia? ¿Ocho años no habían aprendido nada?

Despertó temprano y ya Ana estaba en la cocina.

– No dormías – dijo.

– Me levanto temprano por costumbre – se sirvió agua.

– Maricarmen – la miró Ana – ¿Estás bien? Te noto tensa.

– Estoy bien.

– ¿Seguro? ¿No me odias por mi sorpresiva llegada? O por mi ausencia prolongada?

María guardó silencio.

– Maricarmen – se acercó Ana – Entiendo que me odies por lo que pasó hace ocho años con Diego…

– No hablemos de eso – la interrumpió – Eso es historia.

– Pero no lo has olvidado.

– Lo he hecho.

– ¿Entonces por qué me miras como una enemiga?

– ¿Y deberían ser otras miradas?

– Tú misma has dicho que lo nuestro es historia.

– Ana, te perdono. Pero no significa que haya olvidado lo que eres capaz de hacer.

– ¿De qué soy capaz? – se enfrió el tono de Ana.

– Lo sabes perfectamente.

Se miraron, el ambiente pesado.

– He cambiado, Maricarmen.

– ¿Verdaderamente?

– Sí. Estos años me han enseñado muchas cosas.

– ¿Lo que exactamente?

– Que la felicidad no se roba. Que lo ajeno siempre permanece ajeno.

María ansiaba creerle, pero su interior le advertía.

– Ana – dijo en voz baja – Por favor. No eches a perder lo que he construido. Tengo una familia, una hija…

– ¿Crees que busco arrebataarte a tu marido? – Ana sonrió con amargura – Maricarmen, tengo cuarenta y dos años. Me cansé de hombres ajenos. Necesito un hogar, un lugar en mi vida.

– Encuéntralo. Pero no aquí.

– ¿Dónde más? Soy tu única hermana.

Luis entró en camisón.

– Buenos días, chicas – bostezó – ¿De qué charla tan temprana?

– De vida – respondió Ana, cambiando el tono a ligero – Luis, no olvidaste nuestra cita en el banco.

– Claro que no – sereno a las once estaré.

María observaba cómo Ana sonreía a su marido. Su corazón se apretaba. Reconocía esa sonrisa. Justamente aquella que decidió arrebatarle a Diego.

Todo el día transcurrió con inquietud, esperando su regreso. Luis llamó hacia las tres: se habían retrasado, Ana le pidió ayuda al comprar.

– No sabe conducir – explicó – Y con tanto equipaje, ir en autobús es una calamidad.

– Bien – respondió, aunque su mente bullía – Nos vemos.

Regresaron para la cena. Luis estaba de buen humor y Ana especialmente encantadora.

– Gracias por tu ayuda – le dijo a Luis, separando las bolsas – Sin ti no habría gestionado nada.

– No hay problema – minimizó – A propósito, A. me ha ayudado con la compra del nuevo teléfono.

– ¿En serio? – preguntó María.

– Aprendí en Estados Unidos – aclaró Ana – Allí no se vive sin esto.

Durante la cena, Ana entretuvo con anécdotas de su vida en el extranjero. Luis escuchaba con interés, Lucía exigía más historias.

– ¿Por qué regresaste entonces? – preguntó Luis – Si te gustaba tanto allí.

– Extrañé la tierra – respondió Ana – A la familia. Un hombre no puede vivir eternamente en el extranjero.

– ¿Y ahora? ¿Te quedarás?

– Aún no decido. Depende.

María cruzó su mirada con Ana. La jugada había comenzado. Ana no regresaba solo por casualidad. Tenía un plan.

Por la noche, tras dormir a todo el mundo, María permaneció despierta. Luis respiraba junto a ella. Percibía un cambio en él: sonreía más, hablaba con más frescor, incluso canturreaba en la ducha. Aquel soplo de aire fresco había revivido su monótona vida.

María comprendía que estaba perdiendo. Ana volvía a obrar su magia: era una seductora. Y lo peor, Luis ni siquiera advertía cómo se enredaba en aquella telaraña.

Al amanecer, tras dejar a Lucía en la guardería y salir Luis a trabajar, María abordó a su hermana.

– Tenemos que hablar – dijo sin preámbulos.

– ¿De qué? – Ana bebía café, hojeando una revista.

– Ya sabes de qué. Basta de fingir.

– No comprendo – respondió Ana.

– Ana – se sentó frente a ella – Te lo ruego. Vete. Encuentra otra vida, otro hombre. Deja nuestra familia en paz.

– Tu familia – Ana apartó la revista – ¿Por qué piensas así?

– Te veo mirarlo. Reconozco esa mirada.

– Solo crees eso – se excusó Ana.

– No creyendo. La conozco demasiado bien.

Ana cerró la revista, fijándose en su hermana.

– Bien – dijo calmada – Acepto que tienes razón. Digamos, que Luis me interesa. ¿Y?

– ¿Un qué? – la voz de María temblaba. – Es mi marido.

– ¿El tuyo? – sonrió Ana – ¿Le ha preguntado alguna vez si el anillo lo convierte en tu propiedad para toda la vida?

– No es eso…

– ¿Verdaderamente? ¿O crees que somos marionetas, donde el anillo obstina una posesión eterna?

– ¡Nos amamos!

– ¿De verdad? – Ana se detuvo – Entonces ¿por qué aquel miedo? ¿Si te aman, por qué temes?

María calló. Su hermana le había marcado el punto.

– He entendido algo últimamente – prosiguió Ana – Luis es infeliz. Es un hombre bueno, responsable, pero profunda e inmensamente infeliz. Vive una vida que no es la suya.

– ¡Eso no es cierto!

– Mientas tú lo conoces, lo sabes. Pero haces oídos sordos.

– ¡Vete! – murmuró María. – Sal ahora mismo.

– No lo haré – replicó Ana – Porque no tengo adónde. Y porque me cansé de correr.

– Entonces contaré la verdad a Luis. Le explicaré por qué regresaste.

– Cuéntaselo – Ana sonrió – Primero, responde con honestidad a una pregunta: ¿qué sucedería si te elige a mí?

María miró fijamente a su hermana y comprendió: la guerra había comenzado. Y en esta guerra, ganaría la más fuerte.

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Todo era perfecto, hasta que ella regresó.