**Diario de un Hombre**
—Ni el perro quiere tus albóndigas —se rio él mientras arrojaba la comida al cubo de basura. Ahora come en el comedor social que yo financié. El sonido del plato al chocar contra el plástico me hizo estremecer.
—Mira —dijo señalando al perro, que apartó el hocico con desdén—. Hasta el animal las rechaza.
Alberto se secó las manos en el paño de cocina caro que compré para que combinara con los muebles nuevos. Siempre obsesionado con los detalles, pero solo si reforzaban su imagen.
—Ana, te lo dije. Nada de comida casera cuando espero a mis socios. No es apropiado. Huele… a pobreza.
Pronunció la palabra con asco, como si le dejara un regusto podrido en la boca. Lo observé: su camisa impecable, el reloj de lujo que ni siquiera se quitaba en casa. Por primera vez en años, no sentí rabia ni ganas de disculparme. Solo frío. Un frío cortante.
—Llegarán en una hora —continuó, sin notar mi expresión—. Pide unos filetes del «Gran Duque». Y la ensalada, la de mariscos. Y arréglate un poco. Ponte ese vestido azul.
Me lanzó una mirada evaluadora.
—Y recógeme el pelo. Ese peinado te empequeñece.
Asentí en silencio. Un gesto mecánico.
Mientras hablaba por teléfono con su asistente, recogí los trozos del plato. Cada fragmento afilado era como sus palabras. No discutí. ¿Para qué? Todos mis intentos por «mejorar para él» terminaban igual: en humillación. Mis cursos de sumiller los llamó «pasatiempos de ama de casa aburrida». Mis ideas de decoración, «cursilería». Y ahora, mi comida —en la que volcaba mis últimas esperanzas de calor— acababa en la basura.
—Sí, y que traigan un vino decente —dijo hacia el teléfono—. Nada de lo que probó Ana en sus clases. Algo bueno de verdad.
Me levanté, tiré los restos y me miré en el reflejo del horno apagado. Una mujer cansada, con la mirada apagada. Alguien que llevaba demasiado tiempo intentando ser un mueble más en su vida.
Fui al dormitorio. Pero no por el vestido azul. Abrí el armario y saqué una maleta.
Me llamó dos horas después, cuando ya me instalaba en una pensión barata en las afueras de Madrid. Evité ir a casa de amigas; no quería que me encontrara tan fácil.
—¿Dónde estás? —su voz era calmada, pero con una amenaza latente, como un cirujano ante un tumor—. Los invitados han llegado, y la anfitriona brilla por su ausencia. Qué falta de educación.
—No voy a volver, Alberto.
—¿Qué significa eso? ¿Estás enfadada por las albóndigas? Ana, no seas infantil. Vuelve.
No era una petición. Era una orden. Para él, su palabra era ley.
—Voy a pedir el divorcio.
Silencio al otro lado. Se oía música de fondo y el tintineo de copas. Su velada seguía.
—Entiendo —dijo al fin, con una risa helada—. Quieres jugar a la independiente. Bien. Diviértete. A ver cuánto aguantas. ¿Tres días?
Colgó. No se lo creía. Para él, yo era un objeto que temporalmente se había estropeado.
Nos vimos una semana después en su despacho. Él presidía la mesa larga, flanqueado por un abogado impecable con cara de tahúr. Yo fui sola. A propósito.
—¿Qué, ya te has cansado de jugar? —sonrió con su suficiencia habitual—. Estoy dispuesto a perdonarte. Si te disculpas, claro.
Dejé sobre la mesa la demanda de divorcio.
Su sonrisa se esfumó. Asintió al abogado.
—Mi cliente —dijo este con voz melíflua— está dispuesto a ser generoso. Dado su… inestabilidad emocional y falta de ingresos.
Deslizó una carpeta hacia mí.
—Alberto te deja el coche y una pensión por seis meses. Una suma más que razonable. Para que alquiles algo modesto y busques trabajo.
Abrí la carpeta. La cantidad era insultante. Ni siquiera eran migajas de su mesa, sino el polvo bajo ella.
—El piso, por supuesto, queda en su poder —continuó el abogado—. Lo compró antes del matrimonio.
El negocio también era suyo. No había bienes gananciales. Tú no trabajaste.
—Mantuve la casa —dije con firmeza—. Organicé sus cenas, esas que le ayudaron a cerrar tratos.
Alberto soltó una risa.
—¿Mantener? ¿Organizar? Ana, no me hagas reír. Cualquier empleada lo haría mejor. Y más barato. Solo fuiste un… accesorio bonito. Que, por cierto, últimamente se ha estropeado.
Quería herirme. Y lo consiguió. Pero el efecto no fue el esperado. En vez de lágrimas, sentí ira.
—No firmaré esto —empujé la carpeta.
—No lo entiendes —intervino Alberto, inclinándose—. Esto no es una oferta. Es un ultimátum. O lo aceptas y te vas en silencio, o no recibes nada. Tengo los mejores abogados. Demostrarán que viviste a mi costa. Como una parásito.
Saboreó la palabra.
—Sin mí, no eres nada. Ni siquiera sabes freír unas albóndigas. ¿Crees que puedes enfrentarte a mí en un juicio?
Lo miré. Por primera vez, no como su esposa, sino como una extraña. Y vi no a un hombre fuerte, sino a un niño asustado y ególatra, aterrado de perder el control.
—Nos veremos en el tribunal, Alberto. Y no iré sola.
Salí sintiendo su mirada cargada de odio clavada en mi espalda.
El juicio fue rápido y humillante. Sus abogados me pintaron como una mantenida infantil que, tras una discusión por «una cena mal hecha», quiso vengarse.
Mi abogada, una mujer serena y experimentada, no discutió. Presentó pruebas: facturas de comida para esas cenas «poco apropiadas», recibos de lavandería para sus trajes, entradas a eventos donde él cultivaba contactos —todo pagado por mí.
No era para demostrar mi aporte al negocio. Solo una cosa: no fui una mantenida. Fui una empleada no remunerada.
El fallo me dio un poco más de lo que él ofreció, pero menos de lo que merecía. Pero no era por el dinero.
Era por no dejar que me humillaran.
Los primeros meses fueron duros. Alquilé un estudio minúsculo en un edificio viejo. El dinero justo. Pero, por primera vez en diez años, me dormía sin miedo a despertar con un insulto.
La idea surgió una noche, cocinando. Recordé sus palabras: «Huele a pobreza». Y pensé: ¿Y si la pobreza pudiera oler a lujo?
Empecé a experimentar. Tomaba ingredientes sencillos y los transformaba en algo exquisito. Esas albóndigas las reinventé con tres carnes y una salsa de frutos del bosque. Creé recetas de alta cocina… en 20 minutos.
Era comida de restaurante, en formato casero. Para quienes no tienen tiempo, pero sí paladar.
Lo llamé «Cena de Ana». Abrí una página humilde en redes. Al principio, pocos pedidos. Pero el boca a boca funcionó.
El giro llegó cuando Laura, esposa de un ex socio de Alberto, me escribió: «Ana, recuerdo cómo te humilló aquella noche. ¿Puedo probar tus famosas albóndigas?».
No solo las probó; escribió una elogiosa reseña en su blog. Y los pedidos