Había una vez, en un pequeño pueblo de Castilla, donde el tiempo parecía detenerse entre campos de trigo y olivares.
—¡Mamá, papá, feliz aniversario de bodas de oro! —exclamó emocionada su hija al entrar al patio de la casa con su marido e hijos—. Les deseamos otros cincuenta años más de amor y felicidad.
—Gracias, hija, aunque eso de otros cincuenta… —respondió riendo Esteban—. Pero prometemos seguir viviendo.
Así pasaron cincuenta años de matrimonio entre Teresa y Esteban. Medio siglo que, visto desde lejos, parecía una ráfaga. No todos podían jactarse de tal logro, pues la vida no era fácil. Había días oscuros, penas y sinsabores.
¿Eran realmente felices? Quizás la sonrisa cansada de Teresa ocultaba algún resentimiento. Tal vez detrás de la risa de Esteban latía cierta culpa. Todo era posible.
Teresa tenía apenas catorce años cuando su vecino Esteban, de diecisiete, la esperó a la salida de la escuela y le dijo:
—Teresita, eres la chica más guapa del pueblo. Cuando vuelva de la mili, me caso contigo. Espérame.
—Vaya pretendiente —replicó ella, burlona, y echó a correr hacia casa.
En el pueblo, los muchachos ya susurraban sobre Teresa, pero ella, criada con mano firme por su madre, los mantenía a raya.
—Es bonita, pero esquiva —decían entre ellos—. Ni siquiera quiere conversar.
El tiempo pasó. Esteban regresó del servicio militar y, al segundo día, se topó con Teresa cargando un cántaro de agua. El joven se quedó sin palabras ante su belleza.
—¡Teresa! Estás más hermosa que nunca. ¿Tienes novio?
—¿Y a ti qué te importa? —respondió ella, sonriendo.
—Ven esta noche al baile. Bailaremos, charlaremos…
Teresa se encogió de hombros y siguió su camino. Pero Esteban no podía quitársela de la cabeza. En el ejército había olvidado su promesa, pero ahora sentía que aquel chiste se había vuelto verdad.
Esperó toda la noche en el baile. Otras chicas le sonreían, pero él solo miraba la puerta. Teresa no apareció.
Al día siguiente, la interceptó de nuevo.
—¿Por qué no viniste anoche? Te esperé.
—No me gustan los bailes —respondió ella, altiva, intentando pasar.
Esteban le cortó el paso.
—¡Quítate de en medio! —exclamó Teresa, irritada.
—¿Y qué harás si no lo hago?
Ella dejó el cántaro en el suelo, lo levantó y lo volcó sobre él, empapándolo.
—Esto —dijo, riendo—. A ver qué chica te querrá ahora, mojado como un pato.
Esteban se quedó mirándola marcharse.
—Qué carácter tiene esta Teresita… Pero la haré mía.
Insistió día tras día, esperándola, acompañándola, hasta que una vez le regaló un ramo de flores silvestres. Ella se ruborizó y rió, y por fin accedió a sentarse con él en el banco de su casa.
Él no podía vivir sin ella. Soñaba con abrazarla, besarla… Sin saber que ella también lo amaba desde niña, guardando en su corazón aquellas palabras de boda. Pero ante las otras chicas que lo rodeaban, fingía indiferencia.
Hasta que un día, Esteban le llevó un ramo de lilas, su flor favorita.
—Teresa, paseemos. Es primavera, todo florece… —le propuso.
Ella aceptó, y al tomar su mano, él entendió que sus sentimientos eran correspondidos.
Pronto el pueblo supo que Esteban y Teresa estaban juntos. Algunos hombres se burlaban:
—Parece que Teresita te lleva de la mano como a un niño.
Pero él solo sonreía, feliz.
Con el tiempo, Esteban decidió pedirle matrimonio.
—Teresa, ya somos adultos. Casémonos. Nos queremos, ¿para qué esperar?
Ella asintió. Pero la muerte de su madre obligó a posponer la boda.
Un día, Esteban le anunció que debía viajar a otro pueblo para ayudar con la cosecha.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —preguntó ella.
—No lo sé, pero espérame. Eres mi vida, mi único amor.
Esas palabras la conmovieron. Esa noche, Teresa lo llevó al granero.
—Quiero que me recuerdes siempre, que vuelvas pronto —susurró.
Esteban regresó a las dos semanas, y poco después, Teresa le dio la noticia: esperaban un hijo. La boda fue sencilla, aún en luto.
—Hija, ¿por qué tanta prisa? —preguntó su madre, sospechando.
Teresa confesó la verdad. Su madre suspiró: al menos no había quedado soltera y con un hijo.
Tras la boda, Teresa irradiaba felicidad. Cuidaba a su marido con devoción, y pronto nació su hija, luego un hijo. El pueblo murmuraba, pero ella ignoraba los chismes.
Las mujeres envidaban su amor, especialmente Claudia, la cocinera soltera, quien ardía de celos.
—Qué hombre tan fuerte, tan noble… Y a mí solo me queda morder el polvo —murmuraba.
Comenzó a envenenar a Esteban con mentiras:
—¿Crees que esa hija es tuya? Cuando estabas fuera, tu Teresa no perdió el tiempo…
Al principio, Esteban las ignoraba. Pero la duda se instaló. Una noche, bebió más de la cuenta y, al llegar a casa, la confrontó.
—¡Sabes por qué he bebido! ¡Por tus mentiras, por tu traición!
Teresa, furiosa, le abofeteó.
—¡Cómo te atreves a creer esas calumnias! —gritó, antes de irse a dormir con los niños.
Esteban, cegado por la ira, fue a buscar consuelo en Claudia.
Pero no abandonó a su familia. Con el tiempo, Teresa, astuta, lo reconquistó con más amor, hasta que él olvidó a Claudia. Los años pasaron, llegaron los nietos, y los viejos rencores se desvanecieron.
Ahora, en su aniversario de oro, Esteban mira a Teresa y piensa:
—Qué sabia fue mi Teresa. Pudo haber sido distinto, pero ella salvó nuestro hogar. Yo fui el culpable… Y la amo más por ello.