—¡Mamá, estamos… ocupados! —gritó mi marido cuando su madre entró sin llamar. Al día siguiente, la esperaba una sorpresa.
¿Quién no ha pasado por algo así? Nada más casarnos, mi marido, que es un cielo pero un poco inocente, le entregó solemnemente a su madre, Doña Carmen Martínez, las llaves de nuestro piso. Con una seriedad fingida, dijo: «Mamá, es por si acaso pasa algo». ¡Claro, como no! Ese «por si acaso» resultó ser tres veces por semana.
Imagínate la escena: estás en casa, relajada, con tu bata vieja y una mascarilla en la cara. De repente, el chirrido de una llave en la cerradura. ¡Se me iba el alma a los pies cada vez!
Entraba Doña Carmen, llena de energía, como un inspector de hacienda. «¡Ay, qué polvo hay en la cómoda!», «Lucía, ¿has vuelto a pasarte con la sal en la sopa?», «¿Por qué las cortinas están arrugadas?». ¡Más que suegra, parecía la delegada de sanidad de visita!
Al principio aguanté. ¿Qué iba a hacer? Le insinué a mi marido: «Cariño, esto es un poco incómodo, ¿no?». Pero él solo se reía: «Venga, no exageres, es mi madre. Lo hace con buena intención». Esas «buenas intenciones», chicas, terminaron por sacarme de quicio.
Fue un viernes. Mi marido llegó cansado del trabajo y quise darle una sorpresa. Para avivar la llama, ¿sabes? Preparé su lasaña favorita, compré una botella de buen vino y me arreglé como si fuera nuestra primera cita: lencería de encaje que llevaba años guardada, velas… En fin, creé «ambiente».
Estábamos en penumbra, compartiendo el vino, él ya relajado, abrazándome, susurrándome cosas bonitas… Y en el momento más íntimo, ¡clic! El ruido de la llave en la puerta.
¡Casi me muero de vergüenza! La puerta se abre y ahí está Doña Carmen con una bolsa de patatas. «¡Hijos, os traigo patatas de la huerta! ¿Por qué estáis a osc…? ¡Ay!». Se quedó petrificada, mirándome con mi atuendo… digamos, poco convencional.
Mi marido, rojo como un tomate, saltó y gritó:
—¡Mamá, estamos… ocupados!
Ella, sin pestañear, respondió:
—¿Y qué? ¡No soy una extraña! ¿Dónde pongo las patatas?
¿Qué os parece? La velada quedó arruinada. Me encerré en el dormitorio, me puse la primera bata que encontré y no salí en toda la noche. Cuando por fin se fue, tuve una charla seria con mi marido. Bueno, hablé yo, él solo escuchaba. Le solté todo lo acumulado: el polvo, la sopa y, claro, lo de esa noche.
—¿No ves que esto no es normal? —grité—. ¡Es nuestra casa, nuestro espacio!
Él, como siempre, se limitó a parpadear y mascullar:
—Lucía, no exageres. Es mi madre, no lo hace con mala intención… Solo no piensa.
Y entonces, chicas, me iluminé. Entendí que con palabras no iba a solucionar nada. Si mi marido no ponía límites, tendría que hacerlo yo. Y el plan se formó en mi cabeza al instante.
A la mañana siguiente, en sábado, me desperté con una idea clara. Mientras él dormía, busqué un cerrajero en internet y lo llamé. A las diez en punto llegó un hombre amable y en quince minutos cambió la cerradura. ¡Listo!
Por la noche, durante la cena, puse delante de mi marido una única llave nueva. Él me miró sorprendido:
—¿Qué es esto?
—Es tu nueva llave, cariño —respondí tranquila, como si nada—. La única.
—¿Y la otra? ¿Para mi madre?
—No hay otra —sonreí dulcemente—. Solo un juego. Para nuestra familia.
La cara que puso no tiene precio. Parecía que le acababa de decir que íbamos a colonizar Marte. Empezó a balbucear algo sobre «tomar decisiones sin consultar», pero lo interrumpí:
—Ahora, espera. El espectáculo está a punto de comenzar.
Y así fue. A las ocho en punto, oímos el chirrido habitual en la puerta. Una vez, otra… luego silencio. Unos segundos después, un timbrazo insistente.
Miré a mi marido y dije con calma:
—Ve a abrir. Ha llegado tu madre.
Dicen que Doña Carmen se quedó de piedra. Estaba en el quicio con una bolsa de empanadillas, sin entender por qué su llave ya no servía. Mi marido intentó explicarse, titubeando… Y yo, por primera vez en años, me sentí dueña de mi propia casa.
Decidme, chicas, ¿me pasé? ¿O a veces un cambio de cerradura es la única forma de marcar límites?
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