Ilusiones rotas, esperanza renacida: la búsqueda del amor perdido y encontrado.

**Ilusiones Rotas, Esperanza Encontrada: Cómo Perdí y Recuperé el Amor**

Siempre he sido de corazón fácil. Apasionada, impulsiva, guiada más por las emociones que por la razón. A veces, eso me jugaba malas pasadas, y uno de esos errores casi me cuesta lo más valioso: el amor.

Todo comenzó en una fiesta en la montaña, el cumpleaños de una amiga. La música, el vino, las risas hasta altas horas de la madrugada… Era como volver a la juventud, cuando el mundo parece sencillo y solo importa el presente. En algún momento, me mareé—demasiado cava, poco sueño, el ruido ensordecedor—. Solo recuerdo que alguien me arropó con una manta y me acostó en el sofá.

Por la mañana, me desperté con resaca, pero al bajar a la cocina, lo vi. Ojos azules, sonrisa tranquila, una taza de café en la mano. Él había sido quien me cuidó esa noche. De pronto, surgió algo entre nosotros: un entendimiento silencioso, un temblor en el pecho. Pasamos el día juntos, paseando por las laderas, riendo, rozando las manos. Luego, ante el cielo y las montañas, llegó un beso lleno de aire, silencio y algo que parecía destino.

No hablamos de futuro—no hacía falta—. Pero al volver a Madrid, la realidad me golpeó con la presencia de Javier.

Lo conocí meses antes del viaje. Hombre serio, estable, seguro. Trabajaba en un banco, vestía impecable, hablaba con sensatez. Su amor no era fuego, sino calor. Con él, me sentía adulta, en terreno firme. Me daba la seguridad que entonces creía necesitar.

Y así quedé atrapada entre dos mundos: el de aquel desconocido de mirada intensa y el afecto tranquilo de Javier. Duda tras duda, no supe decidirme… hasta que descubrí que estaba embarazada.

No sabía de quién. No era solo miedo, era angustia. Javier se volvió distante, frío. Un día llegó con rosas… y una despedida.

—Perdóname—dijo—, pero debo irme. Tengo mis razones, aunque no te las explique.

No me atreví a confesarle lo del embarazo. Solo asentí. Quedamos en vernos al mes, pero desapareció. Me quedé sola con mis dudas y el bebé en el vientre.

El de ojos azules, entretanto, me decepcionó. Hablando de hijos, soltó con sarcasmo que la familia era una carga. Ahí vi a un extraño, y entendí: la pasión ciega, pero no sostiene. Me alejé de él, sin dramas, sin palabras.

Un mes después, reencontré a Javier. Quería contarle todo. Pero él estaba helado.

—Me voy para siempre—dijo—, porque no puedo darte lo que mereces. Adiós.

No mencioné a la niña. En su voz había dolor, pero también una puerta cerrada. Decidí criarla yo sola. Así lo hice.

Esperanza nació al amanecer. El nombre vino solo: en ella estaba toda mi fe, todo el amor que no pude darle a Javier.

El día del alta, me entregaron un paquete para la bebé. Dentro, una nota: *”Lo sé. Y si me lo permites, quiero estar ahí.”* Era él. Javier.

Temblando, me acerqué a la ventana… y lo vi abajo, mirándome. En sus ojos estaba lo que siempre busqué: perdón, amor, aceptación.

Después me contó la verdad. Se marchó por miedo—miedo a no poder ser padre. Lo supo siempre, pero lo ocultó. Al enterarse de mi embarazo, pensó que debía dejarme ir. Hasta que una amiga le contó la verdad. Entonces supo que aún me amaba. Que quizá era el destino.

Nunca hablamos de mi error. Aceptó a Esperanza como su hija. Ella creció rodeada de cariño, sin saber que alguna vez hubo dudas entre sus padres. Javier y yo aprendimos a vivir de nuevo—sin secretos, sin juegos. A perdonar.

Hoy miro atrás y sé esto: a veces, los peores errores nos llevan al lugar correcto. Basta tener el valor de dar un paso al frente… y no soltar a quien amas.

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