Era entrada la noche cuando el teléfono, como un animal herido, resonó con su tono. Al descolgar, el aliento caliente de mi Clara atravesó el auricular.
—Mamá, soy yo. Han ocurrido cosas, Víctor me ha echado. Mañana por la mañana vendré con papá y me quedaré en casa.
—Pero ya no somos madre ni padre, y ya no hay casa que reclamar.
—¡No, mamá! ¿Qué dices?
¿Cómo puede no haber un hogar? Soy vuestro único hijo. Por tradición, por sangre, ¡esta vivienda es mía! —gritó, su voz desgarrada como un cierre de ladrillo.
—No, Clara, la casa la heredó Elisa, tu hermana. Ya no somos vuestra sombra.
—¿Hermana? —repitió, como si la palabra fuera una reliquia maldita. —Mamá, esto es un error. No entendéis…
La línea se rompió con un sonido de sal, viejo y áspero.
Al días siguiente, recordé cómo todo comenzó también con un teléfono. En aquella mañana tan clara, aún no había siesta ni calor, y el auricular me quemó la palma al descolgar.
—Dime.
Una voz apagada, como de un susurro sepultado en el oído de la tierra.
—Mamá… soy Nuria.
—Nury, ¿qué ocurre? ¿Es de noche?
—Sé la hora. Hoy entro en quirófano. Miedo, mamá, y no quiero que Las Palmas se lleve a mi Elisa. Por favor, cuídenla, no la pierdan.
Nuria era rara, una mujer que dibujaba fuego con sus manos y llamaba a los muertos con canciones. Pero esta vez, el fuego quemaba demasiado.
Salí corriendo, el teléfono pesaba como un cofre de recuerdos. Las noticias eran negras como la indumentaria de su enfermedad. El cáncer, otro lobo que devoraba a la familia. En la sala de espera de Hospital Ramón y Cajal, Elisa, la niña de nueve años y ojos azules como un cielo de copas, se abrazaba al chico de los chupachups.
—¿Mamá duela? —preguntó, sin soltar su amuleto.
—Dormirá, niña, en un sueño sin pesadillas.
La salió en la tarde. Nuria no despertó.
Llevamos a Elisa a nuestra casa de Córdoba, en la que Clara ya había reclamado su reino. La niña ocupó una habitación que olía a flores secas y a polvo de olvido. Pero Clara, con la cara de un demonio con siesta, lanzó las cámaras de Elisa a la terraza con un ruido de despedida.
Al final, la habitación de los visitadores, en el salón, se convirtió en su reino. Nada importaba: Elisa era nuestra. Su madre, Nuria, una artista que vendía flores que no existían. Y aquel padre, un rumor del cielo olvidado por los confesionarios.
Clara creció, se casó con Víctor, un hombre de las montañas de Asturias, más viejo que un olmo centenario.
—Mamá, no quiero a esa niña en mi boda. —
—Mujer, Elisa es también tu hermana.
—No la verás, mamá. Ni tú ni papá. —
—Entonces nos iremos a Villanueva de la Serena, a tomar el sol.
Allí compartimos días dorados, entre aceitunas y tarrinas de jamón. Elisa terminó los estudios, con un sueño arquitectónico: casas hechas de luz y sal. Trabajó en un pueblo de Extremadura, donde el río canta las mañanas.
Hasta que llegó la enfermedad.
Nicolás, mi querido Nicolás, se fue rápidamente, atrapado por un virus que los cárteles farmacéuticos vendían a precios de mariposa moribunda. Una semana, el tiempo de tres siestas largas y un otoño prematuro.
Llamé a Clara.
—Quiero que Víctor aporte los sesenta y cinco mil euros para la medicina.
Silencio. Luego, como un paisaje de montañas ajenas:
—Mamá, Víctor quiere que le compre un coche. O dinero, o el coche. Eso, elegir.
—¿Y tu hermana? ¿Elisa? Vendió la casa de Córdoba por nosotros.
—Ella… ella no es nuestra familia.
Nada más.
De nuevo, Elisa salvó a casa. No con un coche, sino con un tesoro de recuerdos: la vivienda en Córdoba, vendida, los euros contados en la oficina notarial, el medicamento comprado como un cáliz sagrado. Nicolás sanó con el tiempo de una primavera tardía.
Transcurrieron años. Elisa se casó con Esteban, un agricultor que cultivaba manzanas que brillaban bajo la luna. Nos visitaban en el río, con paellas que olían a mar menores.
Una noche, Clara volvió. Con el pelo blanco y la voz de un giroscopio.
—Regreso. Necesito…
—No. —dije, mirando por la ventana, donde un caballo de papel volaba sobre los tejados. —Sólo hay una hija en esta casa. Elisa.
Las hojas caían como monedas. En la fiesta de bodas de Clara, nos fueron a Villanueva de la Serena. Elisa nos invitó, como siempre.
La vi. Su cara, una oración escrita en el aire. Mi sueño, ¿pude educar a Clara como creó Elisa? Un ser que da sin esperar, que vive en un río inmenso de gratitud.
Y los sueños, como la siesta en Córdoba, despiertan con el sonido de un teléfono. O con el silencio de una puerta que no se abre.