Un hombre de cincuenta años: Volver a la casa paterna, donde nadie te espera…
Nunca pensé que yo, un hombre de cincuenta años, técnico hasta la médula, callado, reservado, incluso huraño —como dijo mi esposa una vez—, me sentaría frente al ordenador no para trabajar, sino para vaciar mi alma en un escrito lleno de dolor y nostalgia.
Hace dieciséis años me fui al extranjero en busca de una vida mejor. Encontré trabajo rápido, me establecí, y llevé conmigo a mi esposa e hijos. Poco después, mi padre falleció. Mi madre se quedó sola en nuestra vieja casa, perdida entre las colinas de un pueblo remoto de Castilla.
Nunca se quejó, nunca me reprochó nada, ni insinuó que necesitaba ayuda —soy su único hijo—. Hablábamos por teléfono a menudo, y siempre me decía que estaba bien, que no le faltaba nada. Solo una pregunta, tímida y cautelosa, revelaba sus verdaderos sentimientos: «¿Cuándo vendrás?». En ese simple «cuándo» se escondía toda su soledad, todo el vacío que intentaba ocultarme.
La verdad es que me preocupaba por ella. Pensaba en ella constantemente, nunca la olvidé. Pero mi pecado es grande, y pesa como una losa en mi conciencia: no cumplí mi promesa.
Cada año volvía a España en agosto —cuando mi empresa cerraba por vacaciones—. Era nuestro tiempo sagrado, como un ritual. Viajábamos juntos a ver amigos y familiares lejanos, visitábamos los lugares donde ella había sido feliz con mi padre en su juventud. Cuando los años empezaron a pasar factura, la llevaba a médicos y balnearios, cuidaba de su salud. Íbamos al cine, paseábamos por las calles antiguas, invitábamos gente a nuestra pequeña casa. Ella me mimaba con sus empanadas de manzana y canela, con sus guisos de setas —sabores de infancia que nunca olvidaré—.
Al despedirme, siempre me acompañaba hasta la verja, pero nunca iba a la estación o al aeropuerto. Yo sabía por qué: no quería que viera sus lágrimas. Y yo, necio, cada vez le juraba que volvería pronto, que intentaría venir en Navidad o Semana Santa, sin esperar hasta el siguiente agosto. No cumplí esas promesas, y ahora la culpa me corroe por dentro como el óxido.
Sí, vine a principios de diciembre del año pasado. Pero no para abrazarla, para oler sus empanadas recién horneadas o escucharla llamarme a la mesa con té caliente y miel. Vine para despedirla en su último viaje.
Lo único que me consuela en esta pesadilla helada es que se fue en silencio, dormida, sin sufrimiento, como una santa. Pero eso no alivia el peso en mi pecho, no silencia el grito de mi conciencia, no borra la sensación de que estoy solo en este mundo, perdido y huérfano.
Y aquí estoy de nuevo, en agosto, como siempre. Mis pasos resuenan en el silencio mientras me acerco a la vieja casa. La llave tiembla en mi mano, el cerrojo cruje, la puerta rechina al abrirse a la nada. No hay ruido de pisadas en el pasillo, ni aroma de calabaza asada o mermelada de grosella que antes llenaba el aire. El silencio aprieta los oídos, y parece que el techo va a desplomarse sobre mí, enterrando todos los recuerdos.
Pasaron días antes de atreverme a tocar sus cosas. Pero no pude mover nada —ni la pila de periódicos ordenados, ni su pañuelo de lana en el sillón, ni la vieja foto en la cómoda—. Todo sigue igual, como si ella fuera a volver en cualquier momento y preguntarme por qué tardé tanto.
Quiero gritarles a los hijos que viven lejos de sus padres: ¡volved a ellos, por difícil que sea! Cumplid vuestra palabra, aunque la vida os arrastre en un remolino de obligaciones. Porque llegará el día en que tengáis tiempo, dinero y fuerzas, pero aquel por quien lo guardabais ya no estará. Y no hay nada más terrible que pararse ante la puerta cerrada de la casa paterna, sabiendo que detrás solo hay frío y vacío.
Creedme, no es solo dolor. Es un golpe del que no te recuperas. Es el eco de tus pasos en un pasillo vacío, el olor de un hogar que se apaga, la certeza de que llegaste tarde para siempre.