Hojeando la Vida

Siempre vivieron las tres juntas: la abuela Carmen, la madre Rosa y Lucía. Lucía no recordaba a su padre, y cuando una vez le preguntó a su madre, esta la abrazó fuerte y se le llenaron los ojos de lágrimas. Así que Lucía nunca más volvió a preguntar.

—No quiero entristecer a mamá— pensó entonces—. ¿Para qué necesito un padre si con la abuela y mamá somos felices así?

Pero la abuela Carmen murió cuando Lucía cumplió diez años, y quedaron solo ella y su madre. A Lucía siempre le encantó pintar, lo hacía desde pequeña en cualquier sitio donde pudiera. Rosa no le daba mucha importancia a los dibujos de su hija, solo decía:

—Hija, estás gastando papel en lugar de estudiar.

En el colegio, el profesor de dibujo siempre la elogiaba:

—Lucía, si estudias Bellas Artes, tendrás un gran futuro. Créeme, sé de lo que hablo. Dile a tu madre lo que te digo.

Pero su madre no tomó en serio sus palabras:

—¿Qué va a saber un simple profesor de dibujo? Bueno, que pinte, al menos así está entretenida.

Aun así, le compraba todo lo necesario para pintar. Lucía se entregaba a su pasión, sobre todo le encantaban los paisajes. Cuando llegó el momento de terminar el instituto, decidió que quería estudiar Bellas Artes, pero su madre tenía otros planes:

—Nada de Bellas Artes, vas a estudiar Magisterio.

—Mamá, no quiero ser maestra…

—Aquí no te preguntan lo que quieres. ¿Qué clase de profesión es esa de artista?

Lucía, como cualquier chica joven, soñaba con un príncipe azul. Lo imaginaba guapo, alto y tierno, y estaba segura de que lo reconocería al instante.

Llegaron los exámenes finales, y para relajarse, Lucía se iba con su caballete junto al río. Allí era feliz, pintando paisajes. Al otro lado del río había un acantilado, y más allá, un hermoso bosque de pinos. A veces veía pescadores bajo el acantirón, algunos en barca, otros desde la orilla. Todo eso lo plasmaba en sus lienzos, tratando de captar las nubes reflejadas en el agua.

Un día, mientras pintaba, el cuadro no le salía. Frunció el ceño, frustrada.

—La pintura hay que aplicarla más suave, con menos fuerza. Así las nubes no parecen vivas… Tienes que rozar el lienzo con delicadeza. Mira—. Lucía escuchó embelesada aquella voz masculina. Él le tomó el pincel de las manos, lo deslizó con maestría sobre el lienzo, y las nubes cobraron vida.

Pero no solo las nubes temblaron, su corazón también latió más fuerte. Alzó la vista y se quedó sin aliento. Allí estaba, el príncipe de sus sueños.

—Hola, ¿cómo te llamas, joven artista? Yo soy Javier.

Lucía se quedó muda, las palabras atrapadas en su garganta. Finalmente, balbuceó:

—Lucía…

Él le tendió la mano, ella la tomó, y entonces, oh maravilla, Javier le besó los dedos con ternura. Nadie lo había hecho nunca.

Desde ese día, se veían junto al río. Él le enseñaba los secretos de la pintura, pues era artista. Resultó que Javier había venido de Madrid a visitar a su tía. Había estudiado Bellas Artes, pero como a tantos grandes artistas, el mundo no lo había reconocido. La rabia hablaba por él:

—No importa, algún día se arrepentirán. Llegará mi momento, y todos esos mediocres entenderán qué perdieron.

Mientras decía esto, abrazaba a Lucía, la besaba, ella se derretía en sus brazos. Y así, sin darse cuenta, sucedió lo inevitable. No se resistió, estaba perdidamente enamorada. Ocurrió un par de veces más, hasta que Javier desapareció. Lo esperó una y otra vez junto al río, con el caballete preparado, pero no tenía ganas de pintar. Solo esperaba.

—¿Me habrá abandonado? ¿Se habrá ido para siempre? Pero si me dijo que me amaba… No puede haberse marchado así—. Hasta que finalmente entendió que Javier no volvería.

Los exámenes terminaron, llegó la graduación y luego las pruebas de acceso a la universidad. Lucía no tenía ánimos, pero aprobó sin problemas, pues siempre había sido buena estudiante.

Llevaba dos meses sin saber de Javier cuando, preparándose para ir a hacer los exámenes a otra ciudad, se sintió mal.

—Hija, ¿qué te pasa? Estás muy pálida—, se alarmó su madre.

—No sé, mamá, me duele la cabeza…

Lucía no llegó a ser universitaria. Descubrió que estaba embarazada. Su madre se enfureció. Gritó, lloró, dio patadas, hasta que finalmente dijo:

—Conozco a un médico, por un precio razonable lo solucionará.

Lucía se horrorizó. No quería perder a su bebé, pese a la traición de Javier.

—Mamá, jamás haré eso—, respondió firme.

—Aquí no te preguntan. No necesitamos a este niño. Prepárate, vamos hoy mismo.

—No. Si me obligas, me iré de casa o haré algo peor. ¿Entendido?

Su madre palideció, asustada.

—Perdóname, hija, perdóname—, rompió a llorar—. Te crié sola, y criaremos a este niño juntas.

Se reconciliaron, y Rosa nunca más volvió a mencionarlo. Al contrario, esperó con ilusión la llegada del bebé.

El día llegó, y llevaron a Lucía al hospital. Cuando despertó, una mujer mayor con bata blanca estaba a su lado.

—Ya estás mejor.

—¿Quién es usted?— preguntó Lucía—. ¿Dónde está mi niña?

—Soy la doctora. Tu hija no sobrevivió, lo siento. Pero tendrás más hijos.

Lucía gritó desesperada, pero le pusieron una inyección y cayó en un sueño profundo. Insistió en ir al entierro, vio el pequeño ataúd y lloró. Incluso le mostraron a la bebé. Ese recuerdo la acompañaría siempre.

Pasaron los años. Lucía no se casó ni se convirtió en artista. Las ganas de pintar murieron con su hija. Poco a poco, el tiempo curó su dolor. Estudió corte y confección y trabajó en una fábrica textil.

Su madre enfermó gravemente. Lucía la cuidó, corriendo del trabajo para atenderla. Pero Rosa se fue apagando, hasta que un día, con un hilo de voz, le dijo:

—Lucía… tu hija vive. Mi nieta Carlota… vive. Es Carlota María Sol…

No terminó la frase. Lucía no la creyó, pensó que eran delirios. Ella misma había enterrado a su hija.

Tras la muerte de su madre, la soledad fue dura. Para distraerse, pidió un préstamo y abrió un pequeño taller de costura. Se volcó en el negocio, y aunque no ganaba mucho, estaba contenta.

Últimamente, soñaba a menudo con una chica en un abrigo beige, hermosa, sonriendo, caminando hacia ella. El sueño siempre se interrumpía antes de ver su rostro.

—¿Quién eres?— intentaba gritar, pero no podía.

Un día, un hombre entró en su taller.

—Buenos días, ¿es usted la dueña, Lucía?

—Sí, dígame.

—Soy Eduardo López, detective privado. Tengo que hacerle unas preguntas—. Sacó una foto—. ¿Reconoce a esta mujer?

Era la doctora del hospital, la que le había dicho que su hija había muerto.

—Sí, la recuerdo. ¿Qué significa esto?

—Tranquila, pero… su hija

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