Después de años de soledad: ¡nos encontramos y ahora somos verdaderamente felices!

Tras tantos años de soledad: ¡nos encontramos al fin, y ahora somos verdaderamente felices!

Me llamo Carmen, tengo 54 años. Hasta hace poco, estaba segura de que mi vida amorosa había terminado para siempre. Después de un divorcio doloroso y humillante, pasé más de diez años sola, criando a mi hija, trabajando sin descanso, resolviendo problemas cotidianos y cargando con un único pensamiento: “A las mujeres de mi edad no les queda tiempo para el amor”.

Casi me acostumbré al silencio en mi piso de Madrid, a esa taza de té frente al televisor, a que nadie me llamara tarde en la noche solo porque echaba de menos mi voz. Hasta que un día cualquiera, sentada en la cocina con un café, abrí una página para conocer gente. Solo por distraerme. Allí había un mensaje breve de un hombre: triste, sincero. Hablaba de lo duro que era despertarse solo, del miedo de que nadie lo esperara, de las ganas de sentir, al menos una vez más, esa emoción de un encuentro verdadero.

Algo en mí vibró. Era como leer mis propios pensamientos escritos por una mano masculina. Sin pensarlo mucho, le contesté con unas palabras cálidas, sinceras, de apoyo. Creí que solo necesitaba algo que lo salvara de la desesperación. No esperaba que respondiera tan rápido. Se llamaba Javier. Resultó ser un conversador increíble: culto, atento, con un humor delicado y un alma sensible. Empezamos a escribirnos cada día, y luego, a llamarnos. Su voz se convirtió en mi ancla en la monotonía de los días.

Vivíamos en extremos opuestos de España: él en A Coruña, yo en Sevilla. Pero la distancia dejó de importar. Entre nosotros se tejía un hilo invisible de confianza, cuidado y complicidad. Y cuando me invitó a vernos, no lo dudé ni un segundo.

Fui a reunirme con él en un pequeño pueblo costero de Alicante, donde planeamos pasar un fin de semana. Cuando el tren se detuvo en la estación, sentí el corazón latirme con fuerza. Bajó del vagón y lo reconocí al instante. Sus ojos buscaron los míos. Nos acercamos y nos abrazamos como si nos conociéramos de toda la vida. En ese momento, los años de soledad, el miedo, el dolor… todo desapareció. Solo quedó una certeza: había llegado a casa.

Paseamos por el paseo marítimo, cogidos de la mano, riéndonos de tonterías, compartiendo recuerdos y sueños. Me miraba como nadie lo había hecho en años. Sentí que algo se encendía dentro de mí: algo cálido, bueno, real. Volví a ser mujer, no solo madre, empleada de oficina o vecina del tercero. Volví a ser amada.

Después de ese encuentro, comenzamos a vernos más. Él venía a Sevilla, yo a A Coruña. Robábamos al tiempo cualquier día que pudiéramos estar juntos. Y cada vez más, me sorprendía pensando: quiero despertarme a su lado, prepararle el desayuno, esperarlo al volver del trabajo, escuchar cómo cuenta su día. Lo amaba.

No con el amor ciego de una jovencita, sino con el amor sereno de una mujer madura, que ha vivido lo suficiente para valorar el silencio, el respeto, la compañía. Y él se convirtió en esa persona por la que valía la pena volver a vivir, respirar, esperar.

Ahora, cuando miro atrás, no puedo creer que pasara tantos años sin él. A veces pienso: ¿y si no hubiera escrito aquel primer mensaje? ¿Y si no me hubiera atrevido a viajar? Podríamos habernos cruzado sin vernos, seguir encerrados en nuestras soledades. Pero, afortunadamente, el destino nos dio esta oportunidad. Y no la dejamos escapar.

Lo miro y siento calor en el pecho. Está aquí. Es mío. Y ahora sé con certeza: nunca es tarde para empezar de nuevo. Incluso pasados los cincuenta. Incluso cuando la vida parece ya escrita. Porque el amor no tiene edad. Llega en silencio, en el momento justo. Lo único que importa es no cerrarle la puerta al corazón.

Gracias, mi querido Javier, por existir. Por creer en nosotros. Por devolverme a la vida. Eres mi luz, mi salvación, mi felicidad. Y ya no temo al futuro. Porque sé que en él… estás tú.

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