Demasiado tiempo viviendo para otros… Ahora elijo mi propio camino.

Demasiado tiempo he vivido para los demás… Ahora quiero elegirme a mí.

A veces una persona se despierta en mitad de una vida rutinaria y, de pronto, se da cuenta de que las voces ajenas han sonado en su cabeza más fuerte que la suya durante demasiado tiempo. Así me pasó a mí. Me llamo Carmen, tengo cuarenta y cinco años, vivo en Valladolid y, aunque suene a tópico, solo ahora he comprendido que llevo casi medio siglo viviendo bajo las reglas de otros. No las mías. Y el dolor que eso causa es pesado, sordo y persistente.

Hace poco me encontré con mi amiga del colegio, Laura. No nos veíamos desde hacía casi diez años, y ese reencuentro fue un detonante, un verdadero empujón para reflexionar. Hablamos largo y tendido —de la vida, de los hijos, de las decepciones—. Y de repente me escuché a mí misma: una mujer que no vive como quiere, sino como le han mandado. Y que ya no está dispuesta a tolerarlo.

Todo empezó en la infancia. Mis padres —buena gente, estrictos, cabezotas— siempre supieron mejor que yo lo que me convenía. Decidían todo: con quién juntarme, dónde estudiar, a qué dedicarme, a quién hacer caso. Soñaba con ser abogada, pero mamá y papá opinaban que filología era lo mío, y un día, sin consultarme, presentaron mis documentos en la universidad para esa carrera.

Entré. Y desde entonces, paso a paso, seguí un camino que no era el mío. Estudié sin ilusión, sin ganas. Aprobaba exámenes sin entender para qué servían. Pero mis padres estaban orgullosos. Era «la hija lista con carrera universitaria».

El trabajo también me lo buscaron ellos —profesora de lengua en un instituto cualquiera—. Me temblaban las piernas solo de pensar que pasaría la vida explicando normas gramaticales a adolescentes que ni me miraban a la cara. Pero acepté. Porque siempre he ido donde me decían.

Luego apareció Javier. Compañero de trabajo. Profesor de educación física. Me pidió matrimonio y yo… dije que sí. No por amor, sino por escapar del control paterno. Lo vi como mi billete a la libertad. Pero vaya error. Solo cambié de jaula.

Con Javier la vida fue dura. Era brusco, déspota, no admitía réplicas. Yo era su empleada doméstica, su cocinera, su mujer a demanda. Cada vez que intentaba hablar de sentimientos, respeto o libertad, se reía de mí. Aguanté. Porque no sabía hacer otra cosa. Porque desde pequeña me enseñaron: calla, no discutas, adaptate.

Mi única luz fue mi hija. Fue mi salvación, mi refugio. Le di todo lo que a mí me faltó: cariño, apoyo, libertad para elegir. La crié pensando: “No repitas mi vida”. Cuando estaba en quinto de primaria, empecé a ahorrar a escondidas de Javier, para darle un futuro mejor.

Después de primero de la ESO, la mandé a estudiar a Reino Unido. No fue fácil. Hacía horas extras, cosía por las noches, me privaba de todo, pero valió la pena: ella estudiaba, crecía, vivía. Ahora es universitaria en Londres. Es fuerte, inteligente, independiente. Y le digo: “Quédate allí, vive como quieras”. Por eso aguanté todo.

Mi tía Socorro fue mi apoyo —la única que realmente me entendía—. No tuvo hijos y fue como un ángel silencioso en mi vida.

Y ahora… ahora me miro al espejo y, por primera vez en cuarenta y cinco años, me pregunto: ¿Qué QUIERO YO? No mis padres. No mi marido. No la sociedad. Yo.

Y sé la respuesta. Quiero libertad. Vivir en paz, leer mis libros, trabajar donde me sienta tranquila, no donde me ordenen. Quiero volver a bordar tapices, como hacía de joven. Quiero alquilar un piso, separarme de Javier, empezar de cero. Ya no quiero ser una sombra en la vida ajena.

Ahora busco trabajo. Miro anuncios de pisos de alquiler. Poco a poco, voy trazando el camino hacia la nueva yo. No volveré a ser víctima. No permitiré que nadie más me diga cómo vivir. Puede que sea tarde, pero elijo por mí. Y si alguien pregunta si me arrepiento… Sí. Pero no de querer irme. De no haberlo hecho antes.

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Demasiado tiempo viviendo para otros… Ahora elijo mi propio camino.