Oye, tengo que contarte esta historia que me tiene el corazón en un puño. Me llamo Lucía, tengo veintinueve años y vivo en Sevilla, trabajando en un bufete de abogados pequeñito. Tengo mi vida, mis amigos, mi familia… pero mi corazón está enredado en un lío del que no sé cómo salir. Esto no es un simple drama amoroso, es un suplicio que lleva durando un año.
Con Javier estuvimos juntos tres años. Éramos jóvenes, enamorados, sin preocupaciones. Nos peleábamos, nos reconciliábamos, soñábamos con el futuro. Yo creía que era el hombre de mi vida, y él decía que sin mí no podía respirar. Todo era perfecto hasta que un día discutimos por una tontería, de esas que solo importan en el momento. Los dos nos pusimos orgullosos, ninguno dio el primer paso. Éramos jóvenes y cabezotas.
Pasaron meses. Yo me moría de ganas de escribirle, de llamarle, pero el orgullo podía más. Hasta que me enteré de que estaba saliendo con otra. Una chica de la oficina de al lado, tranquila, calladita… y a los dos meses, ¡embarazada! Se me cayó el alma a los pies. Recuerdo quedarme mirando por la ventana, con un vacío en el pecho que parecía que me hubieran arrancado algo por dentro.
Cuando nació su hija, al final me armé de valor y le llamé para felicitarle. Se quedó callado un segundo y luego dijo:
—No sabes cuánto me alegra escucharte. ¿Quedamos?
No sé por qué dije que sí. Supongo que solo quería verle a los ojos. Cuando nos vimos, apenas hablamos. Nos miramos, nos guardamos silencio, y en ese silencio estaba todo: el amor, el dolor, el arrepentimiento. Él me cogió la mano y yo me puse a llorar sin decir nada.
Desde ese día empezamos a vernos. Poco, con cuidado, como si tuviéramos miedo de nosotros mismos. Un año así, a escondidas, pero te lo digo claro: nunca pasó nada más. No podía. Cada vez que pensaba en su hija, en esa niña de ojos de su madre que le esperaba en casa, se me encogía el alma.
Él siempre se quejaba de que en casa era insoportable. Que con la madre de su hija no tenía nada en común, solo a la niña. Que ya no la quería. Que soñaba conmigo. Y una y otra vez me preguntaba:
—¿Y si me voy? ¿Si vuelvo contigo? ¿Me aceptarías?
Y yo me callaba. Porque no sabía qué decir. Porque, por mucho que le amara, cuando le miraba no veía solo a un hombre, veía a un padre. Y a su hija, la pequeña Martina, que aún no sabe hablar pero ya sabe cómo sonríe su papá, cómo huele su chaqueta, cómo le abraza antes de dormir.
¿Cómo puedo ser la razón por la que una niña crezca sin su padre?
Sí, puede que ellos ya no se quieran. Puede que solo estén juntos por la niña. Pero ¿es eso un crimen? Hay miles de familias así, y la vida sigue. Algunos logran reencontrarse, otros aprenden a quererse de otra manera… Y si yo rompo eso, ¿seré feliz sabiendo que Martina crece sin su papá?
Tengo miedo. Me duele. Pienso en él todo el día, no puedo mirar a otro hombre. No quiero a nadie más que a él. Es mi aire. Pero no sé si tengo derecho a esa felicidad.
A veces pienso: ¿y si fuera yo esa niña? ¿Si otra mujer se llevara a mi padre, cómo me sentiría? Yo crecí sin mi papá, y no quiero que nadie más pase por eso.
Javier me pide una respuesta. Cada vez habla más de dejar a esa mujer. Me dice:
—No te calles. Dime qué quieres. Lo dejo todo, solo dime algo…
Y yo… no sé qué decir.
No sé qué hacer. La cabeza me dice una cosa: dejarlo estar, no interferir, ser fuerte. Pero el corazón me grita que no le suelte, que no me aleje.
Si alguien ha pasado por esto, ¿qué haríais? ¿Se puede ser feliz sin hacer daño a nadie? ¿O el amor siempre duele, aunque sea a otros?
Le quiero. Pero no quiero que su hija crezca sin padre.
Y por primera vez en mi vida, tengo miedo de verdad.