—¡Gracias a mi hijo por esta fiesta! —exclamó mi suegra en la mesa que yo había preparado durante doce horas. Mi respuesta llegó justo un año después.
¿Conocéis esa escena, verdad? Nochevieja. Mientras todos los demás ya tienen casi todo listo, en mi cocina parecía una fábrica de artillería. Desde las seis de la mañana en pie. El aire no olía a pino ni a mandarinas, sino a aceite caliente, patatas hervidas y, lo confieso, a mi desesperación silenciosa.
En los fogones borboteaba la gelatina de carne, en el horno asaba un pato con manzanas, y sobre la mesa se amontonaban los ingredientes para la ensaladilla rusa y el arenque bajo capa. Vamos, el menú clásico de Nochevieja que, llegada la hora, ya cansa. Y mi querida familia, como quien dice, ejercía de “comisión evaluadora”.
Mi marido, estirado en el sofá, preguntaba con aires de importancia: “Luz, ¿las patatas para la ensaladilla no se han pasado?”. Ayuda, cero, pero supervisión, la máxima. Los hijos adultos, mi hijo y su mujer, absortos en sus móviles, entraban en la cocina de vez en cuando para robar un trozo de embutido.
Y al frente de la comisión, claro, mi suegra, Ana María. Me seguía como una sombra, soltando consejos impagables: “Luzita, la mayonesa se añade al final, ¿no te acuerdas? Y el eneldo, mejor picarlo fino”. ¡Dios mío, cómo deseé echárselo encima! Pero me callé. Aguanté. Porque yo era la esposa y nuera perfecta, la que debía crear el “milagro navideño”. O al menos eso pensaba entonces.
Y entonces, como en un cuento, sonaron las once. La mesa rebosaba. ¡Qué esplendor! Todo brillaba, relucía, deslumbraba. Yo, exhausta como un trapo, me desplomé en una silla. ¿Sabéis esa sensación? Los brazos pesados, la espalda rígida, y lo único que deseaba no era brindar, sino hundir la cara en la ensalada y dormir.
Todos se sentaron, elegantes, impecables. Empezaron a servir el cava. Y entonces, mi suegra, solemne, alzó su copa. Yo, ingenua, pensé: “¿Me lo agradecerá ahora?”. ¡Ja!
—¡Queridos! —anunció—. Antes de despedir el año, quiero brindar por mi maravilloso hijo, nuestro sostén. ¡Gracias, cariño, por esta mesa espléndida y por esta fiesta inolvidable!
Chicas, me zumbaron los oídos. Todos vitorearon “¡Hurra!”, chocaron las copas. Mi marido, orgulloso como un pavo real, se hinchó de satisfacción. ¡Claro, a él lo alababan! No a mí.
Y a mí… ni una mirada. Como si el pato se hubiera asado solo y las ensaladas surgieran por arte de magia.
Y entonces, algo hizo clic en mí. No fue rabia. No fue tristeza. La fatiga desapareció, y en su lugar llegó una claridad fría y cortante.
Miré sus caras felices, masticando ajenas, y lo entendí: sería mi última Nochevieja como sirvienta gratuita.
El año siguiente viví con esa idea, y me reconfortó más que cualquier hoguera. Fui la esposa perfecta: sonriente, diligente. Pero dentro de mí crecía un plan.
Femenino, astuto, imparable. Cada mes apartaba un poco de mi sueldo en una cuenta que llamé “Fondo de paz mental”.
Cuando en verano mencionaron la próxima Nochevieja, sonreí misteriosa: “¡Falta mucho todavía!”. Mi marido no sospechó nada. Mi suegra estaba segura de que su cocinera gratis repetiría la función. ¡Qué inocencia!
En diciembre, el plan maduró. E hice lo que soñé durante 365 días.
Compré un billete. No a cualquier sitio: a un balneario con piscina, masajes y pensión completa.
Del 30 de diciembre al 10 de enero. Al pagar, sentí que compraba mi libertad. ¡No hay palabras!
Amaneció el 30. Mi marido roncaba. Hice mi maleta en silencio, llamé un taxi. Mientras escribía la nota, sonreía imaginando sus caras. En la nevera, dejé una postal brillante:
“Queridos:
Este año no quiero estorbar al gran mago de la Nochevieja, a quien tanto celebrasteis. ¡Seguro que lo hará aún mejor!
En la nevera están los ingredientes para la ensaladilla. La receta del pato la encontraréis fácil.
Besos. Vuestra Luz.
PD: Vuelvo el 10. ¡No me extrañéis!”
¡Cómo deseé ver sus expresiones! Ya en el taxi, sonó el teléfono. Mi marido no hablaba, gritaba. Su voz temblaba de shock, indignación y un ego herido.
¿Era yo la culpable por querer descansar? Mientras miraba los abetos nevados, respondí tranquila:
“Cariño, ya estoy en el balneario. Con la mascarilla puesta. No te agobies: pica el eneldo fino, como enseñó tu madre. Te saldrá bien”.
¿Y sabéis qué? Celebraron con peladillas y cava del supermercado. Yo, en mi albornoz, feliz y en paz.
Decidme, ¿fui demasiado dura? ¿O a veces solo así se aprende? Si no valoras a quien se esfuerza, un día te quedas sin fiesta.