24 de octubre, Madrid.
Hoy volví a casa a una hora punta y, entre el tráfico y el frío, el estómago me pedía a gritos algo caliente. Al abrir la puerta, lo primero que noté fue la ausencia de Marisa. La cena no estaba lista, el salero al lado de la cucharilla no había sido movido… Nada. Me asomé a la cocina, y allí, en medio de la encimera, un papelito escrito con su letra:
«Antonito, estoy en casa de Carmencita. Ya sabes, siempre acabo liéndome a contarle tonterías. Si necesitas algo, llamo».
Arrugué la nota con una ceja enarcada y abrí el frigorífico sin perder tiempo. Queso fresco, chorizo, pan recién hecho. Algo razonable para no morir con tanta energía acumulada del día. Mientras mordisqueaba el chorizo con el café ya helado, recordé las largas horas en el camión, aquel cargamento de cervezas que no dejaban de tambalearse, y el gripo de Marisa por esas dietas de más que me habían prohibido comer un buen conejo asado.
A las nueve, sonó el timbre. Me encontraba bostezando en la cama, pero al verla, pregunté con cara de pocos amigos:
—¿Dónde te enterraste, Marisa? Me muero de hambre.
—Son casi las diez, Antonito —respondió con tono grave—. La medicación me lo prohíbe. ¿No ves que quiero perderte esos kilos que te traes desde tu viaje a Segovia?
—¿Y qué esperas? —gruñí—. He pasado ocho horas bajo el sol. ¿Eso no cuenta para nada?
Marisa lanzó un suspiro cansino.
—¿No quieres que prepares algo? Ya he cenado, pero para ti…
—¿Y qué ha sido? —me atranqué, olfateando la habitación ya—. ¿Pavo romano?
—Asado, con manzanas al horno.
—¡Así que por eso ha ido! —exclamé, oliendo la casa ya con desesperación—. ¿Y si yo también…?
—No es eso —me cortó, aunque noté cierta titubeante sonrisa—. Carmen es anciana y sola. Solo pasamos el rato. Pero, si insistes, puedo llamarla. Tiene madre, ¿sabes?
—¿Pavas sin parar y ahora me invites a mí? —protesté, pero dentro, rugía el impulso de un gordo plato.
No tuve que insistir.
—Le hablaré —me aseguró—. ¿Quieres ir?
—¡Mujer, me queda la camisa tiesa! ¿Qué diría otra casada si viene el marido y no me acompaña?
—Tú ve, Antonito. Yo me duche. No te preocupes.
Y claro, allá me fui. Entre el camino y mi nerviosismo, imaginé mil historias: ¿Dónde estaría ella? ¿Y si Carmen me recordaba por el periódico que le regalé en Nochebuena? ¿O por aquel elogio de su cojinillo asado que tanto da de sí?
Cuando llegué, me abrió con su sonrisa de siempre. Me ofrecían un plato de pavo extra, con los ojos de Marisa a kilómetros.
—¡Mira, Antonito! —dijo, riendo—. Pero si es el mejor regalo del mundo.
—¡Ay, no se moleste! —dije con humildad.
—Pues claro que no. Anda, siéntate.
Tardé más de lo debido, entre el segundo bocado y mis reflexiones: ¿Tan sola era ella que acogía a cualquier hombre de camino? ¿O solo me tomaba por un típico madridí que no dejaba de comer gratis cuando se lo ponían enfrente?
Al volver, ya en mi sofa, el silencio me picaba. ¿Sería sincera Marisa conmigo o solo usaba a menudo la excusa de la amistad para no enfrentarse a sus problemas? Finalmente, abrí el teléfono.
—¿Qué pasa, Antonito? —dijo su voz con eco.
—Está buenísimo aquí.
—¿Y… ha cambiado algo? —me solté, rascándome la nuca.
—¡Ah! ¿No me digas que…? —exclamó una voz chillona desde el otro lado.
—¡¿Qué?! —me enfadé, pero ya era tarde.
Minutos después, la puerta se abrió. Marisa me miró con los ojos rojos, pero ya no preguntó nada. Solo se sentó a mi lado y, en silencio, apoyó su cabeza en mi hombro. Desde aquella noche, no he vuelto a insistir en visitas a mis vecinas. Solo nos quedamos.