Ay, no sé cómo sacarlo de este pozo. No sé cómo ayudarle cuando el corazón de una madre se parte de dolor e impotencia.
Mi hijo, Diego, nació de un amor de verdad, fuerte. Su padre y yo le dimos todo: fuerzas, tiempo, esperanzas, juventud. Lo criamos honesto, bueno, generoso. Lo único que esperábamos era que creciera, encontrara a una buena chica, formara una familia y nos diera nietos. Un poco de felicidad, nada más.
Pero todo salió mal.
Hace tres años, cuando Diego tenía solo diecinueve, se lió con una mujer que casi le doblaba la edad. Divorciada, con un hijo, una vida complicada y, como luego descubrimos, un carácter aún más difícil.
Hasta ahora me cuesta recordar cuando supe que ella no podía tener hijos. Diego me dijo: “Mamá, no te ilusiones. No habrá milagro”. Se me cayó el mundo encima.
Corrí por la casa, llorando, suplicando a mi marido que hablara con él. Él solo callaba, fumando uno tras otro. Al final dijo: “Si nos enfrentamos, lo perderemos”. Nos rendimos. Me tragué mi dolor de madre y la acepté… por mi hijo.
Pero era demasiado lista. Vivaracha, astuta. Más de una vez la pillé coqueteando, escuché conversaciones raras, noté sus ausencias sospechosas. Pero con Diego era dulce, sumisa, le acariciaba la mejilla. Y él le creía. A ella, sí. A su madre, no.
Un día, mi marido y yo íbamos a ver a unos amigos en Sevilla. Estábamos en la estación cuando me di cuenta: había dejado los billetes en casa. Volví corriendo. Y de pronto vi un coche desconocido aparcado frente a nuestra casa.
No llamé al timbre. Tenía las llaves y entré en silencio. Como si el corazón ya supiera lo que iba a encontrar.
En nuestra cama, la vi. Con un tipo que, según supe después, acababa de salir de la cárcel. Todo el barrio lamentaba que hubiera vuelto. Y ella lo trajo allí. A la casa de mi hijo. Me quedé de piedra.
Sabía que si solo se lo contaba, Diego no me creería. Así que mentí. Lo llamé al trabajo—estaba en una cafetería cerca—y le dije que me había dejado las llaves y que viniera a abrir. Quería que lo viera con sus propios ojos.
Vino rápido. Abrió, entró y… nada. Ni palabras, ni gritos. Solo se puso rojo, se sentó en el suelo y lloró. Como un niño. Como el chiquillo que yo arrullaba. Solo repetía: “¿Por qué?”.
Desde ese día, no es el mismo. Como una sombra. No ríe, no habla, no bromea. Camina como bajo el agua. Ella sigue viviendo con él. Sonriente, mintiendo, como si nada. Y él… como si se estuviera muriendo poco a poco.
A veces pienso: ¿habrá sido malo abrirle los ojos? ¿Era mejor la ilusión? Pero luego recuerdo que no merece esa mentira. Nadie la merece. Que sufra, pero que sepa la verdad. Que duela, pero que sea real. Porque ser traicionado y no saberlo… eso es mil veces peor.
Lo único que quiero ahora es que mi hijo vuelva a vivir. Que pueda soltar. Que encuentre a alguien de verdad. Porque es bueno, puro, valioso. Y no lo crié para ver cómo una mujer ruin le pisa el corazón.