Me pasó una cosa curiosa cuando trabajaba como secretaria del jefe técnico en una fábrica de tejidos en Madrid. Había mucha gente, cada uno con su historia. Pero de todas, una te llamaba la atención: era Carmeleta, de apodo “Carmen Rápida”. Aunque cumplió cincuenta años, nadie se atrevía a llamarla por su nombre y apellido.
Carmen iba siempre con paso ligero, casi trotando. Sus pasos resonaban en los pasillos antes de verla. En la nave, su voz clara lo atronaba todo, hasta el ruido de las máquinas.
En un solo día cruzaba chándal sin ver el calendario. Era inquieta, valiente, siempre se metía donde hiciera falta en el comité de empresa. No había problema que no pudiera solucionar.
Tenía un dicho: “¡Para nosotras, eso no es nada, que hasta el hielo se amansaría!”.
Se colaba en cualquier despacho, por muy jefe que fuera, lo que explicaba su apodo de “Rápida”.
Pero Carmen no era muy fina, era directa, hasta brusca. Y aunque se arreglaba con cierta… originalidad, siempre destacaba por sus uñas perfectas. Apenas tenía amigas; según ella, no había tiempo.
Yo, como secretaria, la veía poco, pero escuchaba sus rumores. Hasta que llegó un nuevo jefe en la oficina. Antonio Fernández, se llamaba. Alguien de mi edad, y… su olor a almuerzo casero me llamaba la atención.
Se llevaba el termo de casa y olía a pimientos rellenos, algo que me hizo sonreír: yo solo comía bocadillos de jamón con un café.
Antonio era meticuloso. Su traje impecable, el nudo de la corbata digno de un concursante de Gran Hermano.
Con el tiempo, me invito a almorzar.
-¡Hija, imagina que mi mujer se cree que como极大地, pero tú no eres de esas que se niegan a un buen plato! –bromeaba mientras me pasaba el mejor bocado.
Y así, empezó a contarme sobre su vida con Imelda, laMadre del año.
Se habían casado hace treinta años y tienen tres hijos y una nuera. Imelda es de familia numerosa, era la quinta de ocho hermanos. Su padre trabajaba como albóndigas y siempre había labor para todo el mundo.
Pero tuvieron una pena: su hija mayor murió niña, por un defecto cardíaco. Luego llegaron los tres chicos. El pequeño estuvo enfermo muchos años, y ahora es un auténtico gigante.
Y… entre comidas, me contó algo que no esperaba:
-Imelda, que por su talante parece de piedra, alguna vez cedió. ¿Sabes? En el pasado me dejé llevar por una joven empleada. La pobre tuvo un hijo. Y ya sabes, al nacer, fue abandonada. Lo que pasó es que Imelda, en vez de enfadarse, preguntó:
–¿Y si es un regalo? Llamémosla Alicia.
Me quedé boquiabierta. Realmente, a veces uno elige a la mujer en la iglesia, no en la feria.
Alicia ahora tiene dieciséis años y ayuda mucho en casa.
Y es que la Imelda no solo es generosa con su familia: cuidó de su hermano cuando le quemaron el piso, y cuando su hermana casi se muere de cáncer, se quitó lo poco que tenía, hasta que todos comían por pan y queso.
Imelda, para mí, es una santa.
Mientras masticaba empanadillas que me daba Antonio, soñaba conocerla. Y, como en las películas, llegó el día.
Una mañana, entra una visitante decidida a lo que parecía ser el despacho de Antonio.
-Señora, si quiere ver a Antonio, debe hacer una cita –dije.
-Hija, si soy su esposa, ¿no será suficiente? –respondió con su acostumbrada energía.
Y entonces me acuerdo: es Carmen, la “Rápida”.
-Señora, ¿usted es…?
– ¡Soy Imelda Fernández, su esposa! –respondió con una sonrisa.
Y para mi sorpresa, había entrado muy calmada, sin cerrar la puerta.
Antonio la llamó:
-Ahí está, esta es mi Imelda. Vamos, cena con nosotras, queremos hablar de nuestro hijo Víctor. Apenas se casa y cree que es más listo que su padre. ¿Vienes?
Acepté, sin ocultar mi emoción.
Y allí estuve aquella noche en su casa, familiarizando con sus manteles de encaje y los planes de futuro.
Ahora somos tíos. Y todas las noches, cuando veo a Víctor y a Aurora, pienso:
Imelda, “Carmen Rápida”, es una mujer que no solo roza el cielo, sino que lo tiene en su casa.
Río de Luz
