**Diario de un Hombre**
De nuevo se acercaba la Nochevieja. Por toda la ciudad, el bullicio era incesante. Los centros comerciales rebosaban de luz, calor y gente apresurada, intentando completar sus compras navideñas. Por los altavoces sonaba la misma canción de siempre, escuchada mil veces.
Pero a Lucía no le brillaban los ojos. Este año había sido duro para ella y su madre, Carmen. Aprendían a vivir sin su padre. Lucía ya no vivía con ellos; era una mujer adulta, casada, con un hijo de diez años, Diego.
**El padre**
Hacía justo un año que su padre había fallecido, la víspera de Nochevieja. El dolor fue tan intenso que Lucía apenas comprendió que su madre lo llevaba peor.
Javier Morales había sido un hombre cariñoso, dedicado a su familia. Profesor de economía en la universidad, siempre decía:
—Son como mis hijos. Nunca me enfado con ellos, y ellos me corresponden con el mismo respeto. En todos estos años, jamás he tenido un conflicto con un alumno. Si había dudas, las resolvíamos juntos, y todos salíamos contentos.
—Sí, papá, todos hablan bien de ti —asentía Lucía.
A Javier le encantaban las películas antiguas, su risa era contagiosa, y paseaba con su hija desde que era pequeña. Los fines de semana, iban al cine o al parque; en vacaciones, siempre viajaban los tres.
Lucía veía el amor entre sus padres, y por eso buscó un marido similar a su padre. Y lo encontró. Con Ignacio, su esposo, vivían en un piso que les regalaron ambos lados de la familia.
Todo iba bien, hasta que, tres años atrás, a Javier le diagnosticaron cáncer. Carmen y Lucía quedaron destrozadas, pero él las tranquilizaba:
—No os libraréis de mí tan fácil, chiquillas —bromeaba, aunque su mirada perdía brillo.
Hace un año, lo perdieron.
**No podré vivir sin él**
—Nunca olvidaré el ruido de la tierra helada golpeando el ataúd, el llanto de mamá, el sonido de los platos en el velatorio —pensaba a veces Lucía.
Ahora vivía con el miedo constante por su madre. Tras el funeral, al volver al piso vacío, Carmen entró en la habitación sin quitarse el abrigo y se sentó en el sillón de Javier. Callada, con la mirada perdida. Lucía tampoco sabía qué decir; el dolor las paralizaba.
—No puedo —susurró Carmen.
Lucía se arrodilló frente a ella, tomó sus manos frías.
—¿Qué no puedes, mamá?
Carmen la miró como si la pregunta careciera de sentido.
—Vivir sin él. No puedo.
Entonces Lucía entendió: por muy rota que estuviera ella, su madre lo estaba aún más.
**Esperando que el dolor pasara**
Un año después, seguían aprendiendo a vivir sin Javier. Lucía ya no esperaba escuchar su voz al teléfono. Antes, al visitarlos, siempre veía su cabeza canosa en el sillón frente al televisor. Ahora solo quedaba vacío y un dolor que no cedía. Temía por su madre.
—Dios, que mamá lo supere —pensaba Lucía, despertando en mitad de la noche. Llamaba a Carmen a todas horas, angustiada.
—Lucía, no te atormentes —la calmaba Ignacio—. Te ves consumida. Todo mejorará.
—Quizá tengas razón. Pero cada vez que la veo, me asusto. No es la misma. Callada, ausente… La invitaré a casa.
Llamó a Carmen, quien contestó con voz débil.
—Hija…
—Mamá, ven hoy con nosotros. Es sábado, pasearemos con Diego.
—No, gracias. No tengo ganas de salir. No estoy sola, siempre estoy con tu padre.
—Eso es peor. Ven, por favor.
Carmen se negó. Lucía colgó, desesperada.
—Paciencia —dijo Ignacio—. El tiempo lo cura todo.
**La angustia**
Hoy se cumplía un año desde la muerte de Javier. Lucía llamó a su madre por la mañana, pero no contestó. Ni la segunda, ni la tercera vez. El pánico la invadió. Nunca ignoraba sus llamadas.
Agarró las llaves del coche y salió disparada. Al llegar, abrió la puerta con manos temblorosas.
—Dios, que no le pase nada.
**La nota**
El silencio en el piso era absoluto. En la mesa de la cocina, una nota: *”Mi niña, te quiero demasiado para hacerte sufrir. Pase lo que pase, siempre te amaré.”*
Las piernas le fallaron. Releyó la nota una y otra vez, sin procesarla. El café en la taza aún estaba tibio.
—¡No habrá llegado a hacerlo! —pensó, saliendo corriendo.
¿Dónde estaría? De pronto, lo supo: *El cementerio.*
Al llegar, vio una figura solitaria junto a una tumba. Era Carmen.
—¡Mamá! —gritó Lucía, corriendo hacia ella.
Se abrazaron llorando.
—¿Cómo has podido pensar en esto? ¿Y yo?
Carmen le secó las lágrimas.
—Perdóname, hija. Te juro que no lo haré. Necesitaba hablar con tu padre.
Lucía la dejó a solas con la tumba y esperó en un banco, helándose.
Al rato, Carmen apareció, más tranquila.
—Vamos, hija. Seguiremos adelante.
Regresaron a casa. La vida continuaría.
**Lección:** El dolor no desaparece, pero compartirlo lo hace más liviano. La familia es el refugio cuando el mundo se desmorona.