«¡No me llames más, mamá, estoy ocupada!» — grité al teléfono. Y mi madre no volvió a llamar…
Me llamo Lucía Mendoza, y vivo en un pequeño pueblo de Castilla, donde las campanas de la iglesia suenan sobre el río como un eco del pasado que ya no vuelve. Aquel día quedó grabado a fuego en mi memoria. «¡No me llames más, estoy ocupada!» — espeté al móvil antes de colgar con rabia. En ese momento, creí tener razón. El trabajo me ahogaba, los plazos ardían y los nervios estaban al límite. Sus llamadas constantes —«¿Has comido? ¿Cómo estás? ¿No estás cansada?»— me sacaban de quicio. Me asfixiaba su preocupación; necesitaba aire, vivir mi vida sin ataduras. Solo quería silencio.
Y mi madre calló. No llamó ese día, ni al siguiente, ni una semana después. Al principio ni lo noté, hundida en mi propio caos. Aquel vacío me aliviaba: nadie me molestaba con preguntas absurdas ni me recordaba que no era dueña de mí misma. Me sentí libre… o eso creí. Pasaron dos semanas. Una tarde, sola con una taza de café frío, de repente me pregunté: ¿por qué su voz ya no resonaba en mi cabeza? «¿Se habrá enfadado? ¿Orgullo herido?» — pensé, mirando el teléfono. Ni llamadas perdidas ni mensajes. Nada.
Suspiré y decidí llamarla yo. El tono de llamada sonó una y otra vez, pero nadie respondió. «Claro, como la rechacé, ahora me ignora» — resoplé, irritada por su terquedad. Al día siguiente, volví a intentarlo… y otra vez, silencio. Un nudo helado se apretó en mi pecho. ¿Y si le había pasado algo? Recordé sus palabras, dichas con dulzura tiempo atrás: «Siempre estaré aquí si necesitas hablar». ¿Y si ya no podía estarlo? El corazón me dio un vuelco de terror.
Lo dejé todo —el trabajo, mis obligaciones— y corrí a su casa en aquel pueblecito castellano donde vivía desde hacía años. Al abrir la puerta con mis llaves, noté la sangre golpeándome las sienes. Dentro reinaba un silencio espeso, opresivo. «¿Mamá?» — llamé con voz temblorosa. No hubo respuesta. Estaba tendida en la cama, el móvil aún agarrado en sus manos rígidas. Los ojos cerrados, el rostro sereno, como si durmiera. Pero yo sabía que ya no estaba.
En la mesilla, una taza de té fría e intacta, símbolo de su soledad. Junto a ella, un álbum viejo. Lo abrí con dedos temblorosos: en la primera página, una foto mía de niña, sentada en su regazo mientras ella me abrazaba, sonriente. Los ojos se me llenaron de lágrimas; un nudo me cerró la garganta. «¿Cuándo ocurrió? ¿Intentó llamarme? ¿Quiso despedirse?» Agarré su teléfono con manos convulsas. La última llamada… era la mía. La fecha, aquel maldito día en que le ordené alejarse. Ella obedeció. No volvió a llamar.
Ahora soy yo quien llama. Cada día, cada noche. Marcar su número y escuchar el tono interminable, esperando un milagro que nunca llega. El silencio al otro lado corta más que un cuchillo. Imagino su agonía, sola, aferrada al teléfono, esperando mi voz mientras yo la rechazaba sin piedad. El trabajo, el estrés, todo lo que creí importante se desvaneció, dejándome un vacío imposible de llenar. Solo quería cuidarme, y yo lo vi como una carga. Ahora entiendo: sus llamadas eran el hilo que nos unía, y lo rompí con mis propias manos.
Recorro su casa, acaricio sus cosas —una manta gastada, su taza favorita, fotos de cuando éramos felices—. Cada objeto grita lo que he perdido. Se fue sin despedirse porque no se lo permití. Mis últimas palabras —«¡No me llames!»— fueron su condena y mi castigo. Grito su nombre al vacío, pero solo recibo el eco de mi culpa. Ella no volverá a llamar, y yo no dejaré de hacerlo, rogando que, en algún lugar más allá, me perdone. Pero el silencio es mi única respuesta, y con él cargo ahora, como una cruz que jamás podré soltar.