**Mi Diario – 12 Años Sin Hablar Con Mi Padre**
No había hablado con mi padre en doce años. Hace poco, me envió una postal con una sola palabra.
Doce años atrás. Yo tenía veintidós. Acababa de terminar la carrera de Derecho. Una palabra lo cambió todo. «Perdón». Una palabra mágica, como la llave de un candado cerrado.
El perdón da una segunda oportunidad. El amor, la fuerza para usarla.
La pintura bajo mis uñas no salía. Me restregaba las manos con jabón, como si quisiera borrar el recuerdo. En vano. El agua estaba fría. Quemaba de frío. Igual que ese día, doce años atrás.
El cartero trajo la postal por la mañana. Estaba sobre la mesa, como una bomba de relojería. No me atrevía ni a tocarla. La letra de mi padre. Conocida. Pulcra, como si escribiera una sentencia.
En el reverso, una sola palabra: «Perdón». Nada más.
—
Doce años atrás. Yo tenía veintidós. Acababa de terminar Derecho. Mi padre estaba en su despacho, revisando documentos. Alzó la vista al verme.
«Mañana tienes cita con Don Eduardo», dijo. «A las nueve».
Don Eduardo. Su socio. Un abogado de renombre.
«Papá, necesitamos hablar».
Mi padre dejó los papeles. Me miró con atención. Frunció el ceño, como si lo presintiera.
«Dime».
«No iré a ver a Don Eduardo».
Un silencio largo. El vacío resonaba en mis oídos.
«No entiendo», respondió lentamente.
«No quiero ser abogado».
Las palabras quedaron suspendidas en el aire. Pesadas como piedras.
Mi padre se levantó. Se acercó a la ventana. Me dio la espalda.
«¿Y qué quieres ser?»
«Pintor».
Se giró. Primero sorpresa. Luego, ira.
«¿Pintor?», repitió. «¿Estás bromeando?»
«No. Lo digo en serio».
Recordaba cada palabra de aquella conversación. Cada tono.
«Cinco años estudiando Derecho», murmuró. «¡Cinco años!»
«Estudié por ti, no por mí».
«¡Por la familia! ¡Por tu futuro!»
Caminaba por el despacho. Manos en la espalda. El rostro rojo, como después de correr.
«Los pintores pasan hambre», masculló. «Mueren en la pobreza».
«No todos».
«La mayoría. Y tú no eres la excepción».
Saqué una carpeta de mi mochila. Dibujos. Mis obras.
«Míralos», dije.
Los revisó lentamente. Su rostro no mostraba nada. Esperé. Quizá lo entendería. Lo sentiría.
«Un hobby», dijo al fin. «Un buen hobby».
«No es un hobby. Es mi vida».
Cerró la carpeta. La dejó sobre la mesa, como si la tirara a la basura.
«Tu vida es el Derecho», dijo firme. «Lo demás, tonterías».
—
Miré la postal. La giraba entre mis manos. Cartón grueso, de calidad. En el frente, una reproducción. Van Gogh. «La noche estrellada».
¿Ironía? ¿Reconocimiento? Mi padre eligió una postal con el símbolo de mi verdad. ¿O solo casualidad?
La coloqué en la estantería. Junto a una foto. Él y yo, pescando. Yo tenía diez. Él, joven, feliz. Antes de que las decepciones lo quebraran.
¿Cuándo se rompió todo? ¿Cuándo se volvió tan duro?
Tras la muerte de mamá. Sí, entonces. Yo tenía catorce.
Se encerró en sí mismo. Se hundió en el trabajo. Se volvió exigente, como si quisiera controlar lo incontrolable.
«Mamá me habría entendido», dije. «A ella le gustaba el arte».
Error. Un error terrible.
Mi padre palideció. Apretó los puños.
«¡No te atrevas!», gritó. «¡No la menciones!»
«¡Pero es la verdad!»
«¡La verdad es que eres un egoísta! ¡Solo piensas en ti!»
No olvidaría esa discusión. Duró dos horas. Gritos. Acusaciones. Palabras como cuchillos.
«Eres una decepción», dijo. «Una decepción total».
«Y tú un déspota», respondí. «No un padre, un déspota».
Se acercó a la puerta. La abrió de golpe.
«Vete», dijo en voz baja. «Y no vuelvas».
«Papá…»
«¡Vete! ¡Ahora!»
Recogí mis cosas. Mis manos temblaban. En el pecho, un vacío, como si me hubieran arrancado el corazón.
Mi padre estaba en el pasillo. Miraba la pared. Ni siquiera me miró.
«Papá…», intenté de nuevo.
Silencio. Ni un sonido. Solo quietud. Como una estatua.
Salí. La puerta se cerró tras de mí. Para siempre.
No volvimos a hablar. Doce años.
Tomé el teléfono. Marqué su número. Mi dedo se detuvo antes de llamar. ¿Qué decir? ¿«Hola»? ¿Después de doce años de silencio?
Lo dejé. Me acerqué al caballete. Retiré la tela.
El cuadro estaba casi terminado. Un retrato de mi padre. Lo pinté de memoria. Llevaba un año trabajando en él.
El rostro, sereno, pero los ojos, tristes. Solitarios, como los de un niño perdido. Así lo recordaba. No cruel. No duro. Solo perdido.
Tomé el pincel. Añadí sombra alrededor de sus ojos. Las arrugas. El tiempo no perdona.
¿Cómo estaría ahora? Quizá canoso. Quizá encorvado. Tenía ya sesenta y ocho. La edad en que uno mira atrás y hace balance. Se arrepiente de lo hecho. Y de lo no intentado.
—
Esa noche no pude dormir. Pensaba. Mi padre no era un villano. Solo un hombre con miedo. Perdió a su esposa. Temió perder a su hijo. Intentando controlarme, intentó controlar su propia impotencia. En vano, pero comprensible.
Yo tampoco fui inocente. Fui duro. Terco. No intenté entenderlo.
Al final, ambos perdimos. Doce años como perlas desperdigadas. Sin valor.
Por la mañana me levanté temprano. Me vestí. Tomé el cuadro.
«¿Adónde vas?», preguntó mi mujer, medio dormida.
«A ver a mi padre».
Asintió. Como si lo esperara.
«Buena suerte», susurró, besando mi mejilla con ternura.
—
La casa no había cambiado. La misma verja, las mismas ventanas. Pero parecía más pequeña, encogida por la soledad.
Me quedé ante la puerta. El corazón latía como el de un niño ante un examen. Las palmas sudaban.
Toqué el timbre. La melodía era la misma de mi infancia.
Pasos en el recibidor. Lentos. Cautelosos.
La puerta se abrió. Mi padre. Envejecido. Canoso. Pero los ojos, los mismos.
Me miró como a un fantasma. Sin creerlo.
«¿Javier?», susurró.
«Hola, papá».
Nos quedamos en silencio. Mirándonos. El tiempo se detuvo.
«Pasa», dijo al fin.
Su voz temblaba. Apenas audible.
Entré. En el aire, el olor familiar del perfume de mamá. Nada había cambiado.
En las paredes del salón, colgaban mis dibujos de niño. Ingenuos, pero queridos.
«¿Los guardaste?», pregunté sorprendido.
«Claro», respondió. «Son tuyos».
—
Nos sentamos. Mi padre preparó té. Sus manos temblaban al