EL PADRASTRO
Leticia supo desde pequeña que su madre la había traído “en el delantal”. Las bondadosas vecinas, que parecían vivir en el banco del portal, se encargaron de ilustrarla.
La niña imaginaba a su madre, la menuda y delicada Lucía, cargando en el dobladillo de su vestido de fiesta a una Leticia aparecida de la nada.
—¡Es porque no tienes papá! —le explicó con aire de superioridad Marina, la chica que vivía en el piso de arriba—. ¡Eres una hija sin padre!
—¿Y eso qué es? —preguntó Leticia, confundida.
—¡Pues eso! ¡Tu madre te tuvo sin casarse! ¡Tú no tienes papá! ¡Yo sí! —Marina la miró con orgullo.
—¿Y qué? —replicó Leticia—. ¡Yo tengo abuelos! ¡Tú no!
—¡Ja! ¡Los abuelos no importan! ¡Una mujer necesita un hombre! ¡Sin hombre, no es completa! ¡Eso dice mi madre!
Esa noche, después de cenar, Leticia se sentó junto a su madre en el sofá, como hacían siempre. Era su tradición: pasar las tardes charlando mientras cada una hacía sus cosas. Lucía era una mujer hacendosa; siempre estaba cosiendo, tejiendo o bordando. Leticia, al verla, también se aficionó a las manualidades: hacía pulseras de abalorios, cuadros de diamantes o figuras de plastilina.
—Mamá, ¿es necesario tener un padre? —preguntó Leticia, escuchando los ruidos del piso de arriba. Allí empezaba el “espectáculo nocturno”, como lo llamaba su abuela Pilar. Lo protagonizaba el padre de Marina, el señor Álex. Por los gritos, se sabía en qué estado estaba: si solo berreaba él y su familia gemía, era que había bebido. Si los gritos eran mutuos, estaba sobrio, y eso lo enfurecía aún más.
—Si nosotras vivimos sin padre, es que no es imprescindible —respondió Lucía, acariciando el pelo de su hija y escuchando también los alborotos de arriba.
—Pero Marina dice que una mujer sin hombre no es completa…
—Cada uno busca afirmarse como puede, cariño. Nosotras, ¿acaso vivimos mal?
—No —negó Leticia con la cabeza. La verdad era que vivían bien. Lucía trabajaba como contable en una empresa importante y ganaba un buen sueldo. Los fines de semana iban a cafeterías, al cine, al teatro o de compras. Cada verano viajaban a la playa, y cada Navidad, al pueblo de la amiga de su madre, la tía Julia, cuyo marido hacía una gran rampa de nieve para que los niños se divirtieran.
El “espectáculo” arriba iba a más. Los insultos del señor Álex resonaban en todo el edificio. Media hora después, Lucía, sonriendo, fue al recibidor. El escándalo llegaba a su fin. Se oyó un portazo y pasos apresurados. Lucía abrió la puerta y entraron corriendo la tía Carmen y Marina.
—¡Ciérralo rápido! —gritó Carmen, pero Lucía ya lo hacía. Alguien empezó a golpear la puerta.
—¡Lucía! ¡Abre! —rugió una voz borracha—. ¡O te echo la puerta abajo! ¡¿Dónde está esa ****?! ¡Le voy a romper las piernas!
—Si no te vas ahora mismo, llamo a la policía —respondió Lucía con calma. Ya estaba acostumbrada a estas amenazas. Y el vecino sabía que no eran palabras vacías. Ella ya había llamado varias veces. Una más, y acabaría en la cárcel.
—¡No lo hagas, Lucía! —suplicó Carmen—. ¡Lo arrestarán!
—¡Ya era hora! —Lucía fue a la cocina a poner la tetera.
—¿Qué dices? ¿Cómo vas a vivir sin un hombre? —farfulló Carmen tras ella—. ¿Acaso te gusta estar sola?
Lucía se detuvo y la miró: bata sucia y rota, pelo revuelto, ojos febriles y un moratón bajo uno de ellos.
—No estoy sola, Carmen. Tengo a mi hija. No tengo moratones. Y no duermo en casa de los vecinos.
—¡Vaya orgullo! —bufó Carmen—. Tu hija crece sin padre. ¡Quién sabe cómo acabará! ¡Y los moratones… Si pega, es que quiere! ¡Hoy discutimos, pero mañana me amará más! ¡Y tú seguirás sola en tu cama fría!
Lucía negó con la cabeza. Siempre la misma conversación. Las mismas excusas.
Leticia empezó primaria cuando apareció el tío Pablo. No era alto, pero sí robusto. Hablaba poco, serio y tranquilo. Al principio, Leticia temió que su madre se olvidara de ella. Marina, la sabelotodo, la había “iluminado”.
—¡Ja! ¿Crees que ese tío Pablo será tu padre? ¡Tú no eres su hija! ¡A los hombres no les interesan los hijos ajenos! Pronto tendrá un bebé con tu madre, y a ti te mandarán a un orfanato o te harán de criada. ¡Un padre de verdad te quiere! ¡Un padrastro no!
—¡Marina! —rugió desde el balcón el borracho del señor Álex—. ¡¿Dónde estás, mocosa?! ¡A lavar los platos y limpiar! ¡¿O quieres que tu madre lo haga cuando llegue?!
El señor Álex llevaba un mes sin trabajo. Bebía desde por la mañana. Marina desapareció rápidamente.
Pero el tío Pablo, contra los pronósticos de Marina, trataba a Leticia muy bien. Era ingeniero en la misma empresa que Lucía. Tenía un coche grande y bonito que los llevaba los fines de semana a cafés, cines, teatros y de compras. También los llevaba a la playa y al pueblo de la tía Julia en Navidad.
Jugaba con Leticia, le compraba juguetes y vestidos, la defendía de los matones del barrio y por las tardes se sentaba con ellas en el sofá, viendo cómo “sus chicas” hacían manualidades.
Cuando Lucía y Pablo se casaron, celebrando una pequeña fiesta en un restaurante, él se acercó a Leticia y le dijo sonriendo:
—Puedes llamarme papá.
Y así lo hizo, feliz. Pero cuando la tía Carmen lo oyó, se rió a carcajadas.
—¿Él tu padre? ¡Es tu padrastro! ¡Tu madre tiene marido, pero tú sigues sin padre!
Carmen odiaba a Pablo. Desde que se mudó con Lucía y Leticia, las noches en su casa terminaron.
—Carmen, tienes tu piso. Duerme ahí. O ve a un hotel, si no quieres volver. Esto no es un refugio —dijo él cuando ella llamó a su puerta, huyendo de su marido.
—¿Quién te crees que eres? —chilló Carmen—. ¡Llamaré a mi marido! ¡Él te pondrá en tu sitio!
—¿Para qué? —Pablo cruzó los brazos—. Ahí viene tu amado. Hablemos.
Álex, olvidándose de su mujer, se abalanzó sobre Pablo, pero este ni se inmutó. Con un solo empujón, lo tiró al suelo.
—¡Asesino! —gritó Carmen, y corrió hacia su marido. Luego miró a Pablo con odio—. ¡Te voy a denunciar!
—Hazlo —asintió él—, pero en voz baja. La gente quiere dormir, no oír tus gritos.
Álex y Carmen intentaron recuperar su vida de peleas y refugios en casa de Lucía, pero siempre fracasaban, yéndose entre maldiciones.
Pablo se ganó el respeto —y algo de miedo— del vecindario. Cuando llegaba, los cotilleos del banco callaban, y las vecinas, con sonrisas fals