Mi hermana abandonó a su hija adoptiva tras tener un hijo biológico, pero el destino ya le estaba esperando.

**Mi Hermana Abandonó a su Hija Adoptiva al Tener un Hijo Biológico — pero el Karma Ya Llamaba a su Puerta**

El amor no debería tener condiciones. Pero para mi hermana, sí. Sin el más mínimo remordimiento, abandonó a su hija adoptiva tras tener un hijo biológico. Mientras yo intentaba entender su crueldad, ella solo se encogió de hombros y dijo: «Al fin y al cabo, no era realmente mía». Pero el karma ya estaba llamando a su puerta.

Hay momentos que te parten el alma, te dejan sin aire. Para mí, fueron cuatro palabras que mi hermana soltó sobre su hija adoptiva de cuatro años: «La devolví».

No habíamos visto a mi hermana Lucía en meses. Vivía en otra provincia, y con su embarazo, le dimos espacio. Pero cuando dio a luz a un niño, toda la familia decidió visitarla. Queríamos celebrar.

Llené el coche con regalos envueltos con cuidado y un osito de peluche especial para Martina, mi ahijada de cuatro años.

Al llegar a su casa en las afueras de Madrid, noté que el jardín parecía distinto. El tobogán que adoraba Martina había desaparecido. También su pequeño huerto de girasoles que plantamos juntas el verano pasado.

Lucía abrió la puerta con un bebé envuelto en brazos. «¡Conoced a Hugo!», anunció, mostrándonos al niño.

Todos hicimos «ohs» y «ahs» cariñosos. Mamá lo cogió al instante, y papá empezó a sacar fotos. Miré alrededor: ni rastro de Martina. Nada de fotos en la pared, juguetes por el suelo o sus dibujos infantiles.

«¿Dónde está Martina?», pregunté, aún sonriendo, con su regalo en las manos.

Al mencionar su nombre, Lucía se quedó helada. Intercambió una mirada con su novio, Javier, que de pronto se puso a ajustar el termostato como si fuera lo más interesante del mundo.

Entonces, sin un ápice de vergüenza, soltó: «Ah, la devolví».

«¿Qué quieres decir con “devolverla”?», pregunté, esperando haber oído mal.

Mamá dejó de mecer a Hugo, y papá bajó la cámara. El silencio se hizo tan denso como cemento fresco.

«Siempre quise ser madre de un niño», suspiró Lucía, como si fuera obvio. «Ahora tengo a Hugo. ¿Para qué quiero una hija? Además, Martina era adoptada. Ya no la necesito».

«¡¿LA DEVOLVISTE?!», grité, dejando caer el regalo. «¡No es un juguete que devuelves a El Corte Inglés, Lucía! ¡Es una niña!».

Ella puso los ojos en blanco. «Tranquila, Sofía. Al fin y al cabo, no era mía. Era… temporal».

La palabra me golpeó como una bofetada. ¿Temporal? Como si Martina solo hubiera sido un placeholder hasta que llegara el «hijo de verdad».

«¿TEMPORAL?», repetí, alzándola voz. «¡Esa niña te llamó “mamá” durante dos años!».

«Bueno, ahora puede llamar así a otra», replicó con indiferencia.

Me acordé de todas las veces que la vi leyéndole cuentos, peinándole el pelo, presumiendo de ella como su hija. De cuántas veces dijo: «La sangre no hace familia, el amor sí».

«¿Qué cambió? Luchaste por ella. Te partiste la espalda con papeleo. Lloraste el día que se finalizó la adopción».

«Eso fue antes», dijo, como si nada. «Ahora las cosas son diferentes».

«¿Diferentes porque por fin tienes un hijo “de verdad”? ¿Qué crees que entenderá Martina?».

Lucía se limitó a encogerse de hombros. «Hugo necesita toda mi atención. Seguro que a Martina le irá bien en otra casa».

Algo se rompió dentro de mí. Martina no era solo hija de Lucía. También era mía, en cierto modo. Era su madrina. La abracé cuando lloraba, la arrullé para dormir.

Yo había soñado con ser madre, pero la vida fue cruel. Pérdida tras pérdida, cada una robándome un pedazo. Y Martina llenó ese vacío con sus risas, sus manitas buscando las mías, su vocecita llamándome «tita Sofi».

Y Lucía la tiró como si no valiera nada.

«¿La abrazaste, le dijiste que era tu hija, y la descartaste en cuanto tuviste a tu “verdadero” hijo?».

Javier, su novio, intervino: «No fue una decisión fácil. Hugo nos necesita ahora».

«¿Y abandonarla os pareció justo?».

«La agencia la colocó bien», murmuró él. «Estará bien».

En ese momento, llamaron a la puerta. Y quién iba a decir que el karma llegaría tan pronto. Javier abrió, y allí estaban dos personas con traje profesional.

«¿Señora Lucía? Soy Laura, del Servicio de Protección al Menor. Tenemos que hablar sobre unas denuncias».

Lucía palideció. «¿Denuncias? ¿Sobre qué?».

«Sobre el proceso de adopción y su idoneidad para cuidar a su hijo».

Ella apretó a Hugo contra su pecho. «¿Mi hijo? ¿Qué tiene que ver él?».

Los agentes entraron y se sentaron. «Disolvió la adopción de Martina sin seguir el protocolo ni terapia familiar. Eso plantea dudas sobre su estabilidad como madre».

Lucía miró a todos, buscando apoyo. No lo encontró.

«¡Esto es ridículo! Seguí todos los trámites».

La agente hojeó su informe. «Su vecina denunció que devolvió a una niña adoptada legalmente días después de dar a luz, sin transición. Eso es grave».

Ahí recordé la eterna pelea de Lucía con la vecina, la señora Jiménez, que adoraba a Martina.

«No pueden quitarme a mi bebé», gritó Lucía, protegiendo a Hugo. «¡Es mi hijo!».

Se detuvo, dándose cuenta de lo que implicaban sus palabras.

Yo intervine: «¿Dónde está Martina ahora?».

La agente me miró. «¿Usted es?».

«Sofía, su tía y madrina».

«Esa información es confidencial».

Javier no dijo nada, con cara de arrepentimiento. Lucía había tirado a Martina como un objeto, y ahora el sistema cuestionaba si merecía quedarse con Hugo. Quizá debería sentir lástima. Pero no.

Pasaron semanas. Mientras los servicios sociales investigaban, yo busqué a Martina. Contraté a una abogada, llamé a todas las asociaciones.

Hasta que un día, mi abogada me dio una pista: «Sigue en acogida. Si quieres, podemos intentar la custodia».

Esa noche, rebusqué fotos de Martina: su cara de bebé, su segundo cumpleaños con tarta por toda la boca, la Navidad pasada admirando las luces. «Voy a por ti, Martina», susurré.

Tres meses después, pinté su habitación de rosa (su color favorito), llené las paredes de mariposas y reuní sus juguetes. Mis padres me ayudaron: papá construyó una estantería con forma de castillo; mamá le tejió una manta con su nombre bordado.

Finalmente, me aprobaron una visita supervisada.

En el centro de acogida, una trabajadora social me guió a una sala de juegos. Y allí, sentada con lápices de colores, estaba Martina.

Se veía más pequeña. Cuando alzó la vista, sus ojos eran cautelosos, como si ya no confiara en el mundo.

«¿Martina?», susurré.

Ella me miró, vacilante. Hasta que, de pronto, me reconoció.

«¡Tita Sofi!», chilló, corriendo hacia mí.

La abracé, llorando. «Y al final, entre risas y lágrimas, comprendimos que la familia no se construye con apellidos, sino con abrazos que nunca se sueltan.

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Mi hermana abandonó a su hija adoptiva tras tener un hijo biológico, pero el destino ya le estaba esperando.