El encuentro de los amigos
Miki empezó segundo de primaria en otro pueblo, en otra escuela. Oyó a su padre hablar con su madre: “Vero, me ha escrito Iván, mi compañero del ejército, ¿te acuerdas de cuando me cargó a la espalda tras romperme la pierna en maniobras?”.
“¿Y qué más?”, preguntó su mujer, Elena, mientras él guardaba silencio, provocador. “Gregorio, ¿por qué callas? ¿Qué más dice?”.
“Pues que nos ofrece mudarnos a su pueblo. Dice que viven bien. Soy mecánico y allí necesitan gente como yo, y tú, que eres veterinaria, también encontrarás trabajo. Aquí el presidente de la cooperativa no se preocupa por nada, todo se viene abajo, solo bebe…”.
“Quizá sea para mejor. Yo también estoy harta de discutir con él”, admitió Elena.
Se mudaron. En segundo, a Miki lo sentaron al lado de Quique, un chaval fuerte, vivaracho y con pecas en la nariz. Se hicieron amigos al instante. Delante, en la segunda fila, estaba Lucía, rubia, con rizos en la frente y una larga trenza. Era la vecina de Quique, así que iban juntos al colegio. Quique no dejaba que nadie la molestara y siempre decía con solemnidad:
“Lucía será mi mujer cuando crezcamos”. Miki se reía. “Eso será dentro de mucho”.
Pero Quique le cargaba la mochila a Lucía al salir de clase, y los tres caminaban a casa juntos, pues a Miki le quedaba de paso. Le gustaba vivir en aquel pueblo. Rápidamente hizo amigos, hacía los deberes al volver y salía a la calle, donde se perdía con los otros niños, corriendo de un lado a otro.
Así pasaron tres años. Hasta que ocurrió lo inesperado: la madre de Miki enfermó y, poco después, murió. El niño lloraba, arrinconado. “¿Cómo voy a vivir sin mamá?”, pensaba, desconsolado.
Enterraron a Elena. Gregorio se quedó solo con su hijo. Sin ella, todo era distinto. Miki la echaba de menos. Su padre cocinaba mal, apenas sabía hacer nada, no revisaba sus deberes, llegaba cansado del trabajo y aún tenía que ocuparse de la casa.
Medio año después, Gregorio trajo a casa una nueva esposa, una mujer del pueblo vecino.
“Hijo, esta es Zoraida. Vivirá con nosotros ahora. Es mi mujer, y debes obedecerla”, dijo, acariciándole la cabeza.
A Miki no le cayó bien. Hasta Quique y Lucía lo compadecían. “Mi madre dice que tu madrastra es mala”, soltó Lucía. “La oí hablando con la vecina. Dicen que en su pueblo nadie quiso casarse con ella, pero tu padre se enamoró sin conocerla bien”.
“Venga, Luz, quizá no sea cierto”, defendió Quique, pero Miki ya sabía que nunca la querría como a su madre.
“Bueno, ya veremos”, respondió Miki, con una seriedad impropia de su edad, y sus amigos lo miraron con atención.
Los vecinos cotillearon un tiempo, luego se cansaron. Zoraida no le prestaba atención a Miki, no tenía hijos propios. No le importaban sus estudios, ni lo que hacía, y él notaba que ella tampoco lo quería.
Con el tiempo, nació su hijo, Pablo. Toda la atención fue para el bebé. Gregorio también se derretía con él, mientras Miki quedaba en un segundo plano. Se sentía de más. Una noche, oyó por casualidad a Zoraida quejarse:
“Gregorio, es difícil con dos niños. Miki es vago, no ayuda y ahora me responde”. Él se sorprendió, nunca había hecho eso, pero ella inventó mil mentiras. “Ya es mayor. Llévalo con su abuela, no puedo con él”.
Gregorio escuchó a su mujer y decidió enviarlo al pueblo de donde venían, donde vivía su abuela Ana, madre de Elena.
Fue duro despedirse de sus amigos. Los tres lloraron y prometieron escribirse. Miki se fue. Mandaron tres o cuatro cartas, luego nada.
La abuela Ana adoraba a su nieto. Miki era todo lo que le quedaba de su hija. Sus vecinos eran Antón, su mujer Marina y su hija Carlota, cinco años menor que Miki, pero muy apegada a él. Iba a visitarlos porque Marina había sido amiga de su madre y lo trataba con cariño. Antón también era bueno con él.
Miki se interesaba por la mecánica, hojeaba los libros de Antón, que tenía manos de oro. Fabricaba sus muebles, tallaba los marcos de las ventanas. Enseñó mucho a Miki. Si reparaba un coche o un tractor, lo llamaba y le explicaba todo.
“Miki, ven, ayúdame aquí”, decía Antón, sonriendo. “Sostén esto. Mañana al amanecer iremos a pescar, dile a tu abuela que te despierte temprano”.
Miki le estaba agradecido y se encariñó con él. Marina cocinaba mucho, siempre horneando, friendo, guisando, y luego invitaba a la abuela y a Miki, o les llevaba comida.
“Marina, no hace falta que nos traigas nada, coman ustedes”, protestaba la abuela, incómoda.
“Tía Ana, siempre cocino de más. Me gusta darles de comer”, respondía Marina.
Carlota también se apegó a Miki. Iba al colegio y él la esperaba para acompañarla. Lo veía como un hermano mayor. Jugaban, dibujaban, él la llevaba en trineo. Nunca le negaba nada.
Miki entró en la universidad politécnica. Estudió bien, le fue fácil. Volvía en vacaciones. Tras graduarse, ya trabajando, regresó de visita y se encontró con Carlota cerca de casa. Había terminado el instituto y empezado magisterio. Hacía mucho que no se veían.
Miguel se quedó pasmado.
“¡Carlota! ¡Cómo has cambiado! Qué hermosa eres”. La levantó en brazos, girando, y ella reía.
“Cuidado, que me vas a tirar a mi hija”, oyó decir a Marina desde el patio.
“Hola, tía Marina. No la voy a tirar”, sonrió.
Miguel se había convertido en un hombre alto, fuerte, de ojos castaños, igual que su madre. Carlota lo miraba embelesada.
“Miguel, qué hombre te has hecho”, murmuró.
Esa noche estuvieron paseando mucho tiempo. De pronto, Miguel comprendió que Carlota era su vida, su destino. La había echado de menos, nunca había sentido algo así. La alegría lo desbordaba.
No querían separarse. Carlota lo sabía desde el instituto: lo extrañaba, recordaba su infancia. Ahora era feliz a su lado. No querían separarse.
La abuela Ana envejecía. Cada visita, Miguel la veía peor. Ella disimulaba, pero él sabía que pronto se iría.
Al día siguiente, la abuela le entregó una carta. Era de su padre, invitándolo a la boda de su hermano Pablo.
“Vaya, se acordó de que tiene un hijo”, refunfuñó, leyendo. “Me abandonó aquí y ni una palabra. Al principio esperé que viniera a buscarme. Luego me acostumbré. Gracias, abuela, por tu amor”.
“Pablo se casa muy joven, es mucho menor que tú”, dijo Ana. “Pero ve, Miguel. Ve a ver a tu padre”.
El autobús paró en la plaza. Miguel bajó, miró alrededor. Iba a dirigirse a casa de su padre cuando una vocecita lo detuvo:
“Señor, ¿a quién busca?”.
“A Gregorio”, respondió, sorprendido. Una niña de cinco años lo miraba. “¿Lo conoces?”.
“Sí. Es para la boda, ¿no? Yo soy Paulina. Mi papá es Quique”.
“¿Quique? Entonces llévame a tu casa”.
Paulina lo guio, y de pronto vio a Lucía, su amiga de la infancia.
“¡Lucía!”, exclamó,Miguel la abrazó con fuerza, comprendiendo que, pese a todo, la vida le había dado una segunda familia en aquellos que nunca lo olvidaron.