Lágrimas que no salvan: mi marido me traicionó con una chica que podría ser su hija
Hola a todos los que leéis estas líneas. Nunca pensé que acabaría en una situación donde el dolor me ahogaría tanto que apenas podría respirar. Necesito desahogarme. Quizá alguno de vosotros me entienda. O tal vez mi historia le sirva de lección a alguien.
Me llamo Carmen, tengo 45 años. Con Javier llevábamos casi un cuarto de siglo juntos —veinticuatro años que, según creía, estaban llenos de amor, respeto y apoyo mutuo. Pasamos por muchas cosas: dificultades al principio, noches en vela con los niños, la hipoteca, enfermedades de los padres. Pero lo superamos juntos. Estaba convencida de que él era mi roca, mi destino.
En todo ese tiempo, Javier nunca me dio motivos para dudar de él. No era perfecto, pero lo amaba así. Nunca revisé su móvil ni le hice preguntas incómodas. Confiaba en nuestro matrimonio. ¡Qué equivocada estaba!
Hace un mes, quedamos en visitar a sus padres en el pueblo —un par de días para relajarnos. A última hora, él se echó atrás, alegando un urgente asunto de trabajo. No insistí. Preparé a los niños y partimos. Pero el domingo, mi hija se aburrió y me pidió volver antes. Salimos por la mañana. Jamás imaginé que esa decisión cambiaría mi vida.
Al entrar en casa, al principio no entendí qué pasaba. La puerta del dormitorio estaba entreabierta, y se oían ruidos extraños. La empujé y… Dios mío. En nuestra cama —la misma donde nacieron nuestros hijos, donde nos dormíamos de la mano— él no estaba solo. Junto a él, una chica. Una auténtica niña, de unos dieciocho años. Aún no sé cómo no me desmayé. Ella saltó, se cubrió como pudo y salió corriendo sin decir nada. Javier, en shock, ni siquiera intentó explicarse.
Nuestro hijo de veinte años se abalanzó sobre él a puñetazos. Apenas pudimos sujetarlo. La hija, de veintidós y universitaria, gritó que ya no era su padre. Lo echaron de casa. Más tarde me enteré de que se hospedó en un hotel. Yo… Me quedé sentada en la cocina, sin creer que aquello me pasaba a mí.
Ese mismo día pedí el divorcio. No podía ni quería compartir ni el aire con él. ¿Cómo había podido traer a una extraña —¡una cría!— a nuestra casa? ¿A nuestra cama? Me sentí asqueada. Suciamente traicionada. No solo yo, los niños también. Destrozó la familia de un plumazo.
Después supe que esa chica era más joven que nuestra hija. ¿Os lo imagináis? Javier tiene cuarenta y cuatro. ¿Qué le pasó? ¿Crisis de mediana edad? ¿Pérdida de juicio? ¿O siempre estuvo ahí y yo fui ciega?
Revivo una y otra vez los últimos años. ¿No era feliz? Viajábamos, pasábamos fines de semana juntos, veíamos películas, cocinábamos cenas. Siempre decía que me amaba. Y yo le creía. Ahora entiendo: las palabras no valen nada si alguien es capaz de semejante traición.
Cada noche me duermo con un nudo en la garganta. A veces empiezo a temblar al recordar esa escena. Ni las lágrimas, ni hablar con los niños o mis amigas ayudan. Es una herida que no cicatriza.
Los niños se niegan a verlo. Son mi único consuelo. Pero veo su dolor. No comprenden cómo su padre pudo hacerles eso. Les arrebató su familia. ¿Y para qué? ¿Por un capricho con una niña que quizá ni recuerde su nombre en dos meses?
No sé cómo seguir. Todo lo que parecía sólido se desmoronó. Me siento perdida, vacía. Nunca creí que sería una de esas mujeres cuyos maridos se van con jovencitas. Pensé que lo nuestro era especial. Pero, ay, en esta vida —por muy triste que suene— nada es eterno.
A veces me miro al espejo y me pregunto: ¿en qué fallé? ¿Por qué la vida me golpeó así? Intenté ser buena esposa, madre, ama de casa. Lo di todo por ellos. Y esto es lo que recibí.
No sé si algún día lo perdonaré. Probablemente no. Pero sé una cosa: sobreviviré. Por mí. Por mis hijos. Para demostrar que romper a una mujer es fácil, pero su espíritu es inquebrantable. Y las lágrimas no salvan, pero limpian el alma. Algún día volveré a sonreír.
Que este sea el inicio de una nueva vida. Sin mentiras, sin traiciones. Una vida donde yo soy la protagonista.