La decisión surgió de repente

**Diario de Eva**

La decisión maduró de repente.

Vivía solo con mi madre. Desde que tengo memoria, nunca conocí a mi padre. De niña, ni siquiera me preguntaba quién era o dónde estaba. Ahora me gusta imaginarlo como un “piloto héroe”. No teníamos familia; mi madre creció en un orfanato desde los seis años.

Nunca llegó a contarme la verdad sobre él. Probablemente ni siquiera fue su marido, y ahora ya no queda nadie a quien preguntar.

**La vida en el orfanato**

A los trece años, el mundo se me vino abajo. Mi madre murió; su corazón era débil. Recuerdo cómo se agarraba el pecho, haciendo muecas de dolor.

“Yo ni siquiera entendía que fuera algo grave”, me confieso ahora. “Pensaba que, como siempre, pasaría, y ella volvería a sonreír”.

Pero me quedé sola. Las alas que me protegían del mundo cruel se quebraron, y tuve que crecer antes de tiempo. Terminé en un orfanato.

Allí pasé momentos duros. Las noches eran lo peor; nadie vigilaba los dormitorios. Los otros niños eran crueles: insultos, peleas… Por más que intentaba pasar desapercibida, las chicas mayores y los chicos me hacían sufrir.

No me gustaba mi aspecto. A los trece, parecía de diez: delgada, con la nariz respingona y pecas. Pero en el colegio me iba bien.

**Una nueva familia**

No estuve mucho tiempo en el orfanato, quizá un año, pero se me hizo eterno. Mi madre tenía una amiga del orfanato, Alba, y fue ella quien evitó que me quedara ahí para siempre.

“¿Cómo puedo hacerme cargo de Eva?”, le preguntó Alba al director cuando llegó con su marido, Rafael.

El director los observó con atención, pareció conformarse con su aspecto y pidió los documentos.

“¿Conocían a la niña o a su madre?”

“No a Eva, pero a su madre sí. Crecimos juntas”, respondió Alba, mientras Rafael asentía. “Me enteré hace poco de su muerte y busqué a su hija”.

Tras los trámites, me llevaron a su casa. Ya tenían hijos: Javier, de casi dieciséis, y Lucía, de doce. Intenté conectar con ellos desde el primer día, pero no funcionó. No me aceptaban. Peor aún, celaban a Alba por mí. Ella era su madre, y ahora llegaba yo, una extraña que recibía su cariño.

Si le preguntaba algo a Javier, me daba la espalda y se encerraba en su habitación. Lucía ni me hablaba, y cuando Alba no miraba, me sacaba la lengua.

“Quizá es culpa mía”, me decía en voz baja frente al espejo. “Soy fea. Una monstruo: ojos pequeños, pecas… ¿A quién le gustaría alguien así?”

En realidad, no era tan horrible. La adolescencia me jugaba malas pasadas, pero me comparaba con Lucía, preciosa, con esos rizos que yo deseaba tener. Yo tenía el pelo liso y castaño.

**Un hogar ocupado**

Alba intentaba quererme, pero apenas tenía tiempo. Ella y Rafael tenían una pequeña agencia inmobiliaria y trabajaban sin parar. Los niños no daban problemas, así que se conformaban pensando que todo iba bien.

“Qué suerte que hayan aceptado a Eva”, le decía Alba a Rafael.

“Sí, otros tienen más problemas”, respondía él.

No se daban cuenta de la tensión. Yo nunca me quejé, y ellos tampoco. Pero por dentro, todos ardíamos.

**Madurar antes de tiempo**

A los trece, aprendí que la vida no es fácil.

“Ya no tengo el calor de mi madre”, pensaba en silencio. “Nadie me dice que me abrigue en invierno o me lee cu antes de dormir. Recuerdo cómo soplaba sobre mis rodillas raspadas, me ponía yodo y secaba mis lágrimas. Ahora sé lo duro que es crecer sin una madre, aunque te rodeen comodidades”.

Evitaba peleas con Javier y Lucía. Respetaba mucho a Alba y a Rafael. Les estaré siempre agradecida por sacarme del orfanato y tratarme como a su hija.

“Alba es buena, pero nunca fue mi madre de verdad”, pensaba antes de dormir. “Aun así, haré lo posible por agradarles”.

Intentaba ganarme su cariño, pero aprendí a esconderlo cuando Javier y Lucía estaban cerca. Si Alba me abrazaba, ellos se iban enfadados.

**Estudios y trabajo**

Al terminar el instituto, decidí estudiar magisterio.

“Me alegro, Eva”, me dijo Alba. “Es una buena elección. Nosotros te ayudaremos”.

Entré en la universidad y me fue bien. Al acabar el primer año, me ofrecieron trabajar como monitora en un campamento de verano. No lo dudé. Prefería eso que volver a casa, donde Lucía me miraba con desdén.

Había niños del orfanato. Con ellos, me comportaba de forma especial. Sabía lo que era crecer sin amor. Su reacción ante el mínimo gesto de cariño me conmovía.

“Si les acaricio la cabeza, me siguen a todas partes”, le conté a una amiga.

Fue entonces cuando tomé una decisión.

“Cuando me case, adoptaré a un niño del orfanato. Al menos a uno le daré el amor que me faltó”.

Año tras año, seguí trabajando en campamentos.

**Amor en la universidad**

En el último curso, conocí a Miguel, estudiante como yo. Tímido, se sonrojaba cada vez que nos veíamos. En una fiesta, me invitó a bailar, y desde entonces no nos separamos.

Ya no me veía fea. Al contrario, me había convertido en una mujer atractiva y segura.

“Le debo mucho a Alba”, le confesé a Miguel. “Me enseñó cómo arreglarme, me llevó a la peluquería, incluso al psicólogo. Eso sí, le pidió a Lucía que no lo contara. ‘Ya sabes que mi hija es celosa’, me dijo. Como si no lo supiera”.

“¿Alba sabe de mí?”, preguntó Miguel.

“Claro. Fue la primera en enterarse. Hasta le prometí que, si tenía una hija, la llamaría Albita”.

“Eva, terminamos la carrera en un mes. Casémonos”, propuso Miguel. “No tengo familia; crecí en un orfanato. Tú eres mi única persona”.

Acepté sin dudar. Nos casamos, y al año nació Albita, como le había prometido a Alba.

**Mi sueño cumplido**

Cuando Albita tenía dos años, navegando por internet, encontré la foto de Adrián, un niño de siete años. Me sorprendió su parecido con Miguel.

Recordé mi promesa.

“Miguel, ven. Mira qué parecido es a ti. ¿Lo adoptamos? Será nuestro hijo”.

No le sorprendió. Tras los trámites y un curso para padres adoptivos, por fin Adrián llegó a casa.

Era listo. En nuestro primer encuentro, preguntó:

“¿Quieren llevarme con ustedes? ¿Serán mis padres?”

“Sí”, le dijimos. “Queremos un hijo como tú”.

No fue fácil al principio. Adrián era reservado, incluso nervioso. Pero poco a poco, se abrió. Se hizo amigo de Albita, que, aunque no lo entendía, lo adoraba.

“Eva, no sé cómo lo haces”, me dijo Alba. “Sé lo difícil que es”.

“No es fácil. Hay problemas con los estudios, con otros niños… Pero como un castillo de naipes, hay que armarlo con paciencia. Poco a poco, todo mejora”.

Tiempo después, pude decirle con alegría:

“Todo va bien. Adrián es inteligente y cariñoso. Los problemas quedaron atrás. Es un niño maravilloso: juega al fútbol, dibuja… Y adora a su hermanita. Hemos tenido suerte”.

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La decisión surgió de repente