Un encuentro fuera de lo común

**Un Encuentro Fuera de lo Común**

En el cumpleaños de Dolores Martínez se reunieron familiares y amigos para celebrar sus sesenta años. Ni tan joven, ni tan mayor, pero desde luego no se consideraba una persona mayor. Demasiado activa y llena de energía para eso. Aún conservaba ese ímpetu de la juventud, capaz de hacer de todo, y siempre decía con una carcajada:

—Aún me queda pólvora en la recámara, hasta puedo compartir —reía con ganas.

El café estaba lleno: su marido, sus dos hijos con sus esposas, parientes y compañeros de trabajo, aunque ya jubilados. Ella no volvería a trabajar, ni siquiera en la empresa donde pasó años como jefa de contabilidad. Allí ya se despidió con un:

—No es un adiós para siempre, os visitaré… La verdad, no sé cómo será estar en casa, jubilada. Pero todos llegamos a eso, y ahora me toca a mí.

Sus compañeros la apreciaban mucho, era un alma bondadosa que siempre ayudaba y daba buenos consejos. El director lamentaba perder a una profesional tan valiosa, pero no había remedio. Y sus colegas también decían:

—Dolores, no le vamos a dejar tranquila en casa, la llamaremos. ¿Quién nos va a echar una mano si no? —bromeaban mientras la despedían.

—Llamadme, chicas, no me importa…

Ahora, todos estaban reunidos en el café, alegres y elegantes, y la cumpleañera parecía más joven que nunca, como si los años le hubieran dado la vuelta. Llevaba un vestido largo color chocolate, un collar de piedras naturales y unos zapatos de tacón bajo, algo que hacía tiempo que no se ponía.

—Mamá, qué guapa y joven estás —decían sus hijos mientras le entregaban dos enormes ramos de rosas.

—Gracias, mis tesoros —respondía, abrazándolos uno a uno.

La fiesta fue un éxito, todos disfrutaron. Y su marido, Alejandro, no apartaba los ojos de ella, esa noche estaba especialmente radiante. Llevaban casi cuarenta años juntos, una vida tranquila y feliz, criando a sus hijos y cuidándose el uno al otro. Ahora era momento de vivir para sí mismos.

—Ale, tú también deberías jubilarte, ya basta de trabajar —le decía Dolores.

—Vale, Lola, lo pensaré. Aunque tampoco sé qué haría en casa. Yo pensaba trabajar hasta los setenta, si la salud me lo permite —contestaba él—. Nuestra generación es trabajadora, no sabemos estar sin hacer nada.

—En eso te doy la razón, nos criaron así…

Al día siguiente, Dolores se levantó temprano. Sus hijos y sus esposas seguían en casa, junto a su hermana y su madre mayor. La casa, una amplia construcción de dos plantas que Alejandro había mandado construir con materiales de su empresa, ahora acogía a toda la familia sin problemas.

Dolores se movía por la cocina, iluminada por el sol de la mañana. Los invitados se irían por la tarde, pero antes quería prepararles un buen desayuno. A sus hijos les encantaba su tarta de cerezas, que ya estaba en el horno.

—Cuando despierten, habrá café y pastel para todos —pensaba—. Me encanta tener gente en casa, da vida. Aunque vivir aquí solo con Alejandro y mi madre, que casi no sale ya…

Alejandro apareció detrás de ella, riendo:

—Lola, hoy tampoco te quedas en la cama, ¿eh? Ya has pasado los sesenta, deberías cuidarte más —bromeó—. Pero bueno, quién te va a cambiar…

Imposible que se quedara dormida teniendo visita. Siempre preparaba desayunos abundantes, como le gustaba a Alejandro, que solía decir:

—El desayuno cómetelo tú, el almuerzo compártelo con un amigo, y la cena…

—¿Y la cena? —preguntaba ella, jugando.

—La cena también me la como yo —contestaba él, y los dos se reían.

Poco a poco, los invitados fueron despertando y reuniéndose en la cocina, donde seguía el buen ambiente.

—Qué bien estáis aquí —decía Irene, la hermana de Dolores—. Todo limpio, ordenado, y el jardín precioso. Enhorabuena, Lola.

—¿Yo? Sin Alejandro no habría sido posible. Él es mi gran apoyo —dijo, pasándole la mano por el pelo a su marido.

Alejandro, mirándola con cariño, también le hizo cumplidos:

—Mi Lola es incansable, y a mí me arrastra. Juntos, como dicen, podemos mover montañas…

—Tenéis suerte los dos —comentó Irene—. Tú con ella, y ella contigo.

—Sí, la verdad. No me imagino la vida sin mi Dolores. ¿Qué habría pasado si no nos hubiéramos conocido?

Todos se rieron, porque conocían la historia.

—Sí, nuestra historia… —suspiró Dolores—. Tampoco me imagino sin ti, Ale.

—Mamá, cuéntala otra vez —pidió el hijo menor—. O mejor, tú, papá, que lo haces más divertido.

En sus años de universidad, a Dolores y Alejandro les pasó algo curioso en el autobús. Él iba de vuelta a casa, repasando apuntes, sin ganas de perder tiempo después de clase. Además, llevaba una semana peleado con su novia, Lucía, y no tenía muchas ganas de arreglarlo, sobre todo porque a su madre no le caía bien.

—Hijo, esa chica no me convence. Hay algo en su mirada que no me gusta, y ni siquiera me saludó cuando vino —le había dicho su madre.

Alejandro, concentrado en sus apuntes, sintió que alguien le tocaba el brazo: la conductora, pidiendo el billete. Él pagó, y ella le dio el ticket junto con un euro de cambio. Metió la mano en el bolsillo y, de pronto…

Dolores viajaba hacia su residencia universitaria, mirando por la ventana. Esa noche iba al cine con sus amigas. La conductora le dio el billete, y ella lo guardó en el bolsillo izquierdo porque el derecho estaba ocupado por un chico que tenía pegado, el autobús iba lleno.

De repente, sintió una mano en su bolsillo derecho.

—¡Qué descarado! ¿Quiere robarme mis últimos tres euros? —pensó, indignada.

Agarró la mano del intruso y susurró:

—¿Te has vuelto loco?

—Tú misma —respondió una voz masculina.

—Son mis últimos euros, no te los doy —dijo fuerte.

—No son suyos —susurró el chico—. Suélteme.

—¿Cómo que no son míos si es mi bolsillo? —gritó, asustada, mientras otros pasajeros volteaban a mirar.

El autobús se acercaba a su parada, y ella no quería perder su dinero. Forzó los dedos del chico hasta que este soltó el billete. Ella lo agarró y salió corriendo.

—¡Uf! Recuperé mis tres euros —pensó, aliviada, hasta que vio al mismo chico delante de ella.

Abrió la mano y, en lugar de tres euros, tenía uno. Él la miraba, burlón.

—¿Ahora entiendes que era mi dinero?

—¿Y qué hacías en mi bolsillo?

—Me equivoqué, con el gentío que hay —dijo, sonriendo.

Dolores metió la mano en su bolsillo y encontró sus tres euros intactos. Se ruborizó, riendo sin saber qué decir.

—Pues en mi bolsillo hubo una pelea por un euro, ¡y encima era el tuyo!

Alejandro la miraba embobado, cautivado por su risa contagiosa y su sonrisa luminosa.

—Alejandro —dijo, tendiéndole la mano.

—Dolores —respondió ella.

—Me lo imaginaba —contestó él.

—¿Por qué?

—Porque eres luminosa, y tu sonrisa es enc

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