De lágrimas en el alma: la transformación de una reina en una anciana destrozada

**Tragando lágrimas: cómo pasé de ser una madre-reina a una anciana loca**

En este mundo, siempre he estado sola. Desde muy niña. Perdí a mis padres cuando apenas tenía ocho años. Me quedé con mi abuela en una casita vieja a las afueras del pueblo. Ella fue mi madre, mi padre, mi vida entera. Pero se fue cuando cumplí quince, y entonces entendí que no tenía a nadie más. Solo me quedaba yo.

Después de octavo, me casé. Pensé que encontraría una familia, un apoyo. Nació mi hija, mi pequeña alegría, mi sol. Mi marido, sin embargo, no era lo que soñaba: se echó a la bebida y levantaba la mano. Cuántas lágrimas derramé por él, cuántas noches dormí vestida, temiendo que llegara tarde y furioso. Al final, supe que, si no por mí, por mi niña, tenía que marcharme. Me divorcié. Me quedé con ella en brazos, sin un duro y sin ayuda. Pero tenía un propósito: criarla, educarla, darle todo lo que yo nunca tuve.

Trabajé hasta reventar. Por las mañanas, en la panadería; por las tardes, limpiando oficinas; los fines de semana, haciendo chapuzas. Lloviera o hiciera sol. En casa, sonreía para que mi hija no viera el cansancio. Ella crecía, florecía, y yo… me dejaba la piel para que no le faltara de nada. Muñecas, libros, una bicicleta. Cosía sus vestidos, me privaba de todo, hasta pedí préstamos con tal de que mi princesa lo tuviera todo.

—Mamá, eres la mejor. ¡Eres mi reina!— decía ella. Y con esas palabras, me sentía capaz de volar.

Llegó el instituto, la graduación. Se acercó radiante:

—Mamá, encontré un vestido. Es precioso. Cuesta solo mil euros…

¡Mil euros! Mi sueldo era de trescientos. Pero asentí en silencio. Vendí los pendientes de oro que me dejó mi abuela. Su recuerdo, a cambio de un vestido.

Entró en la universidad. ¡Estaba tan orgullosa! Me maté a trabajar más, pero el dinero nunca alcanzaba. El alquiler, los estudios, la comida, el transporte…

—Mamá, ¿tú en Alemania ganas bien, no? ¿Podrías mandar un poco más? Aquí estamos justos…

Y yo en Berlín, limpiando casas de sol a sol. Las venas hinchadas, la espalda destrozada, los dedos agrietados por los químicos. Pero seguía. Por ella. Por su futuro.

Pasaron los años. Una llamada:

—Mamá, me he enamorado. Nos vamos a casar.

Me quedé helada.

—¿Terminaste la carrera? ¿El título?

—Después, mamá, no te preocupes.

Volví a partirme el lomo. Para que la boda fuera digna. El vestido, el banquete, los invitados. Hasta el ramo pagué yo. Luego, nació mi nieto. El carrito, la cuna, los pañales, la leche. *«Mamá, ayúdanos, no llegamos.»* Y ayudé.

Hasta que un día, me atreví. Quería un coche, no nuevo, uno viejo. La espalda no aguantaba más el metro. Pensé: *quizá ellos me echen una mano.*

—Mamá, ¿estás loca? ¿Para qué quieres coche? Mejor dale el dinero al niño, que hay que reformar su habitación. ¡A ti te vale el autobús!

Entonces lo entendí. Con un dolor que me partía: para ellos, ya no era su madre-reina. Era una vieja cansada, un estorbo. Algo que sobraba en sus vidas.

Salí a la calle, me senté en un banco bajo la lluvia fina. Y repasé todo: mis noches en vela, las manos llenas de callos, las lágrimas en la cocina mientras ellos dormían. Todo por ella. Y ahora… ahora no era nadie. Ni madre, ni abuela.

Me sequé las lágrimas con la manga del abrigo viejo.

—No pasa nada— susurré—. Saldré adelante. Como siempre.

Pero dentro, quedaba el dolor. El dolor de una madre olvidada. Traicionada. Pisoteada. Y pensé: *quizá cuando ella sea madre, lo entienda. Entenderá todo.*

Me levanté. La lluvia arreciaba. El pelo empapado, los zapatos encharcados, pero seguí caminando. Lenta. Derecha. Porque soy madre. Sobreviví antes. Sobreviviré ahora.

Y a los que lean esto, les digo: no olvidéis a vuestras madres. No midáis su valor por vuestra comodidad. Porque mientras sois jóvenes y despreocupados, ellas os dan hasta su último aliento. Y cuando os toque a vosotros, ojalá no escuchéis las mismas palabras que un día les dijisteis.

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